Den gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres. Calmó el ansia de los sedientos y a los hambrientos los colmó de bienes (Sal 107 (106),8s).

¿A quién se llama a dar gracias al Señor? Ciertamente a los fieles que participan en la Eucaristía y muy especialmente a los que comulgan; pero, al mismo tiempo, hay una llamada a que esa misericordia de Dios, que nos transforma, irradie en nosotros hacia los demás para que, viendo las maravillas que hace en nosotros, se haga perceptible el cuerpo resucitado de su Hijo y creíble nuestro anuncio y así se conviertan y puedan participar del mismo altar que nosotros.

Es tanto lo que obra por nosotros que el creyente desborda en acción de gracias, de modo que no es de extrañar que a la fuente, centro y culmen de nuestra fe la llamemos Eucaristía, acción de gracias.

Su misericordia es acción por nosotros, obrar que percibido sobrepasa cualquier expectativa. Su acción va más allá de lo posible a cualquier criatura, es un obrar divino que, al contemplarlo, nos maravilla.

Destinados a la divinización, no podemos lograrla. No solamente porque sea algo inalcanzable para el hombre, sino porque, por el pecado no tenemos la gracia que nos hace capaces de ello. La misericordia de Dios nos posibilita comer y beber divinidad, pero además se nos da Él mismo en alimento, nos da su cuerpo y su sangre para satisfacer nuestra sed y hambre. ¿De qué nos sirve el deseo de algo necesario si no podemos asimilarlo? ¿De qué nos sirve poder asimilarlo si no lo tenemos? Por su misericordia nos da la capacidad de asimilarlo y se nos da, nos colma de Él.