Las últimas Navidades
Apenas restablecido, se reincorporó a la bandera cuando sus muchachos batían ya el cobre en la legendaria defensa del Hospital Clínico, en aquel atrevido espolón de la Ciudad Universitaria. Un edificio en construcción que las minas rojas habían convertido ya en un pavoroso esqueleto.
Allí pasó el padre Huidobro sus últimas Navidades, “con permiso del enterrador”, como decían los legionarios, muchos de los cuales yacían ya sepultados bajo los escombros de siete pisos. Y allí habló a los milicianos a petición de los mismos legionarios.
Su comandante dice:
-Creo firmemente que muchos de los que se pasaron a nuestras filas lo hicieron convencidos por la palabra de nuestro capellán.
Y allí derrochó heroísmo, “valiente como un jabato”, decían de él cuando visitaba a los que tenían que ser relevados cada cuarto de hora en aquellas guardias escalofriantes sobre el edificio ya minado y a punto de volar en mil pedazos.
Porque en la Ciudad Universitaria, a los peligros conocidos se unía otro insólito y terrible: las voladuras. Mineros expertos socavaban la tierra para colocar las cargas de dinamita. De pronto, se abría un cráter en el suelo y saltaban los edificios en pedazos. Muchas noches, el capellán acompañaba largas horas a los hombres en los sótanos o en las galerías. Algo más trágico, sobre todo lo vivido hasta entonces, torturaba los nervios de aquellos legionarios en alerta: el sordo morder de la perforadora, abriendo con diente voraz el hueco de la carga explosiva.
Y, cuando los supervivientes salían a rechazar el asalto después de la explosión de la mina, “no se me olvidará nunca la figura de nuestro capellán en aquellos momentos, con el crucifijo en la mano, como siempre, como única arma, multiplicando su actividad, absorbido por el cumplimiento de su sagrado ministerio. Su serenidad era tan excepcional, que a mí me daba la sensación de que aquel hombre era completamente ajeno a aquella lucha terrible y a aquel peligro tan constante”. Son palabras del comandante.
Por su parte, el capellán decía a los legionarios:
“Se muere con gloria si se muere por la patria; con más gloria, si se muere por los valores espirituales que la engrandecen; y con más gloria todavía, si se muere por la religión y se muere por Cristo, que murió para que viviéramos nosotros”.
“Si no se traga uno la muerte -decía en otra ocasión-, no se puede cumplir dignamente la labor de capellán. Hay que dar un paso en raíz: renunciar a la vida. Reconozco que cuesta mucho. Pero eso es toda la valentía. Y yo confieso que soy un cobarde”.
Y en un diario íntimo escribía: “A veces toda mi naturaleza joven se revuelve ante la idea de la muerte”. Pero se rehace y añade: “Nada me inquieta. Adiós a mi madre. Ave María”.
La bandera pasó la Semana Santa en el Jarama, batiéndose a pecho descubierto con los tanques de las Brigadas Internacionales. Y, después, su capellán marchó al colegio de Villafranca para la profesión solemne, vistiendo la camisa verde de legionario bajo la sotana de su primera misa.
Así hablaban los legionarios del padre Huidobro
Cuenta uno de sus biógrafos que en el avance hacia Madrid se encontraba un día parte de su bandera en las cercanías de Santa Olalla de Toledo, ante una difícil posición de los republicanos atrincherados tras un grueso paredón: dudaban aún qué hacer, pues los legionarios eran muy pocos y no querían exponerse a un fracaso; de pronto, en un arranque de entusiasmo, se pone en pie, el primero, el padre Huidobro, enarbolando en su diestra el crucifijo: “¡Adelante, muchachos! ¡Viva España! ¡Viva Cristo Rey!”. Todos, enardecidos, le siguieron, y la posición enemiga se tomó. Refirió este hecho un sargento de la 4ª Bandera que meses más tarde fue herido mientras luchaba en el frente de Aragón.
Un legionario herido en un hospital hablaba así del padre Huidobro:
“Cuando asaltan las trincheras, el Padre va siempre en primera línea con ellos, les da a besar el crucifijo y los bendice y absuelve. En ocasiones se ha traído a hombros heridos de los rojos para confesarlos antes de morir”.
El valor y heroísmo del padre Huidobro y su entrega total a su ministerio era la primera impresión que veían los legionarios en él. Un soldado, cuando avanza hacia el enemigo, gran parte de su valor lo obtiene al verse y ver a sus compañeros con su fusil y sus bombas de manos: se siente capaz de sobrevivir y seguir luchando. Por eso se sorprendían tanto cuando veían a su capellán que sin estas armas se mostraba tan valiente como ellos.
En este ambiente legionario, en el que se sentía completamente adaptado, escribía a su hermano Ignacio, también jesuita:
“Querido Ignacio: Sabe que te escribo (en las riberas del Jarama, junto a Arganda) y cruzan por encima de la cabaña donde vivo, los proyectiles de la artillería. Aquí se engrandece el alma ruin en este ambiente de heroicidad, de contacto inminente con la muerte. Los peligros pasados no eran nada comparados con los que llevo esta última temporada. Pero así vive -muriendo- toda esta 4ª Bandera, humildemente gloriosa entre todas. Yo no me puedo quedar atrás en hacer por las almas y por Dios lo que por Dios y por la patria hacen ellos, con menos gracias. ¡Cuánto valen estos muchachos y cómo se desgarra el corazón cuando mueren los mejores! Nunca agradeceré a Dios bastante el haberme traído. En los grandes heroísmos y en los grandes dolores que nos rodean, se entra en la vida, hasta lo más hondo. Nunca como ahora había visto yo las entrañas de los hombres palpitantes por la herida horrible que la metralla o la bala explosiva abre en el cuerpo; nunca tampoco las almas que sufren, las grandezas que llevan dentro, los dolores. Mi educación, sin la guerra, hubiera sido defectuosa”.
Durante los meses de guerra no dejaba -a menos de estar físicamente impedido-, su misa diaria. Fue muy frecuente en él levantarse -descansando aún sus legionarios- a las dos o tres de la mañana para no dejar de ofrecer el santo sacrificio antes de emprender la marcha militar o el ataque. Decía misa en cualquier parte: en las trincheras, en las tiendas, en descampados, incluso entre las ruinas del Hospital Clínico, el tiempo que estuvo su bandera allí asentada.
El día 5 de abril de 1937, realiza la profesión religiosa, tras unos días de retiro en el colegio de Villafranca de los Barros (Badajoz). Con sotana, la de su primera misa, y el uniforme debajo, leyó con voz clara la fórmula de profesión, ante el rector, padre Enrique Jiménez, representante del padre general de la Compañía de Jesús. Tras la celebración, por la tarde, se haría una pequeña velada en el colegio. Allí, el padre Huidobro, con su uniforme legionario y el crucifijo colgado en el pecho, expuso lo que era la Legión y la valentía de los legionarios. De nuevo, vuelve a incorporase a su bandera, bajo un fuego intensísimo, el 9 de abril, en la Cuesta de las Perdices, cerca de la carretera de La Coruña.