Y al que le cayeron 120 Euros de multa. En esta España que no se halla a sí misma, deseosa de dejar huella en la historia con alguna ocurrencia producto de las calenturiencias de sus muchos iletrados con ínfulas y con poder, y en el que cualquier disparate es posible, leemos hoy que la Audiencia de Jaén ha multado con 120 Euros a un señor de Bailén que le dio una bofetada a un niño el cual había arrojado una piedra contra su sobrina.
 
            Maravilla el hecho de que al señor en cuestión haya podido ser multado por su acción. Pero más aún maravilla el cúmulo de circunstancias que se han tenido que producir para que un caso así llegue si quiera a ser juzgado: para empezar, un niño que le tira una piedra a una niña, cosa que no todos hemos hecho en nuestra infancia. Que además, se siente tan respaldado, que no tiene reparos en contarle a su padre su "proeza". Que el padre en cuestión no sólo no castiga a su hijo, sino que enterado de que el tío de la víctima ha propinado una bofetada a su tierno churumbel, decide vengarse y de paso, si puede, sacar tajada del asunto. Que un juez al que le llega el caso, no desestime la denuncia y en cambio la acepte. Y que finalmente ese mismo juez decida castigar a la víctima de la agresión como si fuera el agresor... Una sociedad enferma en suma, en la que la justicia se torna injusticia y en la que uno se pregunta si el famoso contrato social que relataba Rousseau por el que cada individuo abdicaba de su capacidad de auto-otorgarse justicia y la delegaba en el estado, sigue vigente.
 
            En un país como Dios manda, que es todo lo contrario de lo que el nuestro es en este momento, el sancionado habría sido el niño agresor. No desde luego a la cárcel, pero sí a unos cuantos días, incluso muchos, sin salir y sin merienda, amén de ser él el que hubiera tenido que pedir perdón a la niña agredida y no al revés. La bofetada al niño lapidador no se la habría dado un extraño, sino su propio padre, que le habría propinado unas cuantas, el cual, además, avergonzado, abochornado, no sólo no se le habría ocurrido ni en el mejor de sus sueños denunciar al tío de la niña agredida por su encantadora criatura, sino que se habría sentido obligado a pedir excusas y a dar una explicación sobre el vergonzoso comportamiento de su retoño.
 
            En cuanto a éste, no nos engañemos: de momento hablamos apenas de una chiquillada, algo excedida, pero chiquillada al fin y al cabo. Pero si el churumbel continúa saboreando las fructíferas consecuencias de sus más básicos instintos, el resultado previsible no puede ser más que uno: el de la conversión de un niño en un auténtico criminal, un nuevo rafita. Algo de lo que toda esta sociedad de la que todos somos miembros, tan pervertida como engreída y petulante, será, no les quepa duda, responsable.