He tenido la ocasión de completar en este maravilloso mes de agosto madrileño una visita que califico entre las imprescindibles a realizar por cualquiera que se acerque a la capital o viva en ella, y que, en consecuencia, recomiendo encarecidamente a todos Vds.: la del Museo de América, ojo, no confundir, como es habitual, con la Casa de América.

             Se trata de un museo magnífico, inaugurado en 1965, con ocasión del Congreso Internacional de Americanistas celebrado en ese año, y en el que se exhiben algunas piezas realmente únicas: desde luego, como no, ese increíble tesoro de los Quimbayas, convertido hoy en el centro de una polémica artificial y politizada, pues pocas piezas museísticas pueden presumir de una trayectoria y una procedencia tan limpias, tan preclaras y tan justas como, precisamente, el tesoro de los Quimbayas, objeto de un generoso regalo del pueblo de Colombia al de España en 1892, con ocasión del IV Centenario del Descubrimiento de América y en agradecimiento por una importante gestión realizada por la Reina Regente María Cristina a favor del Gobierno de Colombia.

             Quien visite el Museo de América podrá contemplar también el llamado “Codice Trocortesiano” o “Códice de Madrid”, códice maya del s. XV, que constituye la única expresión de comunicación escrita conocida que fueron capaces de alcanzar las civilizaciones americanas prehispánicas, a partir de un código de glifos.

Cuadros de castas

              Conocerá también varias expresiones de ese género tan virreinal como fue el de los populares “cuadros de castas”, una serie, por lo general, de dieciséis pinturas, que reflejaban la realidad étnica de aquella multiétnica América virreinal, describiendo las diversas mixturas raciales producidas en el Nuevo Mundo merced a la colonización y evangelización españolas, entre blanco e indígena, mestizo; entre blanco y negro, mulato; entre indígena y negro, zambo; y así hasta dieciséis categorías, con denominaciones tan divertidas como “tornatrás”, “tentenelaire” y otras. De autores tan reputados en el género como Miguel Cabrera, Andrés de Islas o Luis Berrueco.

             A los que añadir una magnífica reproducción de la Piedra del Sol o calendario azteca de Méjico a tamaño real (3,60 metros de diámetro); la fantástica custodia de oro proveniente del Perú; un extraordinario casco o morrión tinglit; la urna funeraria maya; tantas expresiones de ese género increíble que eran los “enconchados”, pinturas embellecidas con nácar; extraordinarios biombos trasladados por el Galeón de Manila; una vista aérea magnífica de Sevilla obra del pintor Sánchez Coello; la llamada Estela de Madrid, proveniente del Templo de Pacal y hallada por el capitán español Antonio del Río en 1787; y multitud de piezas de tantas y tantas civilizaciones como los españoles se encontraron en América cuando procedían a la exploración y colonización del increíble continente. Y todo ello, en el entorno de un magnífico edificio, el cual debemos al genio de los arquitectos Luis Moya y Luis Martínez Feduchi.

             Junto a la alegría de encontrarme frente a uno de los grandes museos del mundo en su género, el de la antropología americana hispánica y prehispánica, muchas decepciones también.

             El Museo expone dos mil quinientas piezas, y tiene otras treinta mil en sus almacenes. Pero junto a ellas “expone” también fabulosas, enormes, gigantescas paredes vacías, blancas, tantas o más que las que se habilitan para la exposición, lo cual casi parece revelar un premeditado objetivo de “no exhibir demasiado”, dentro de ese espíritu cainita y autodestructor que caracteriza la realidad contemporánea de España. Una pena. Les aseguro que hay espacio para, al menos, dos mil quinientas piezas más… y eso sin “apretarlas”, porque “apretándolas” un poco, otras dos mil quinientas. El Museo de América de Madrid es un museo sobrecogedoramente vacío.

Salas sobrecogedoramente vacías

              El criterio elegido para la presentación de los objetos es curioso. No es un criterio cronológico, tampoco se clasifican las salas por procedencia geográfica o por civilizaciones, como parecería lo más pedagógico. Lo hace por áreas temáticas, cinco, conocimiento, realidad, sociedad, religión y comunicación, lo que implica una dispersión de los objetos que ayuda poco al conocimiento de la realidad prehispánica y virreinal americana, con el indisimulado propósito de presentar a las distintas civilizaciones prehispánicas en pie de igualdad con la hispánica, como si ambas fueran simplemente “diferentes”, y ninguna de las dos fuera “más avanzada” que la otra. Solo a modo de ejemplo, en la sala de religión se presenta una deidad prehispánica, probablemente antropófaga, deliberadamente emplazada junto a un crucifijo con una cartela que lo describe como “momento final del rito sacrificial más importante del cristianismo” (hace falta ser cursi y retorcido).

             Los horarios del museo no son menos “disuasorios”, cerrado todos los días a las 3 de la tarde menos el jueves, que cierra a las 7. Lo que unido a lo retirado del mismo respecto del centro histórico y turístico de Madrid, lo convierte en uno de los museos menos visitados de la capital, 87.000 personas al año, 238 por día. Y ello a pesar del bajo coste de la entrada, que sí es de agradecer, apenas 3 euros.

 

             Capítulo aparte merece una de las exposiciones temporales exhibidas al día de hoy, la cual ha venido a ocupar una de las mejores salas del museo, la dedicada a los fabulosos “enconchados”, para instalar en ella un andamio (sí, como lo oye, un andamio, no uno provisional para colocar alguna cosa, no, uno definitivo que es la estrella de la exposición), con pintadas en las paredes que exhiben lemas tan imaginativos como “banana believers” (“creyente en los plátanos”), o un cartel de cartón tirado por el suelo con el lema “lo queer no te quita lo racista”, que uno no sabe si aceptar que forman parte de la exposición, o avisar a los ordenanzas de que algún desaprensivo ha pintarrajeado la pared y se ha dejado tirado un cartón en el suelo. Y todo ello, sin hablar del coste de la exposición (que prefiero no conocer), o de la relación que pueda existir entre algún “conseguidor” político tan al uso estos días y algún promotor de la misma.

             La impresión final que se traslada al visitante es la de que se trata de un museo que no hay más remedio que seguir aguantando, en el que se trabaja denodadamente por que sea lo menos conocido posible, y en consecuencia, lo menos visitado. Y todo ello, antes de sufrir el proceso de “descolonización” que asoma en lontananza, llamado a cebarse con esta joyita de Madrid, sin más pecado que el de ser “políticamente incorrecta”.

             Una pena, una verdadera pena, este Museo de América que tendría que ser uno de los más característicos de la capital y auténtica referencia de lo suyo en el mundo entero.

             Que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.