“En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían”. (Mc 1, 12-13)
Cristo quiso asumir en todo la condición humana, a fin de que estuviéramos convencidos de que nada nuestro le es ajeno. Pero si Él no cometió pecado, sí llegó hasta las puertas del pecado: las tentaciones. Era preciso que nos quedara bien claro que su amor por nosotros había llegado hasta el extremo, un extremo que culminará cuando llegue la hora de morir en la Cruz, en medio por cierto de la más terrible de las tentaciones: la duda de fe en el amor de Dios.
Nosotros, sin embargo, debemos intentar evitar las tentaciones, pues quien las elude evita el pecado. No hay que jugar con fuego, pues el riesgo de quemarse es grande y son mortales las heridas.
¿Cómo podemos, pues, imitar a Cristo, que se dejó tentar, si nosotros debemos evitarlas? Podemos equiparar la tentación a otro concepto: el de la complicación, el del compromiso. En realidad, Cristo lo que hizo fue complicarse la vida por nosotros, correr riesgos por nosotros. Y en eso sí le podemos imitar. Podemos y debemos –por agradecimiento hacia Él- complicarnos la vida por hacer su voluntad, echar en nuestros hombros cargas ajenas para aliviar al que sufre –como hizo Él con nosotros-, aceptar los riesgos del amor. Dejémonos, pues, complicar la vida por Él, como Él se la complicó por nosotros, siempre con la debida prudencia. Y no olvidemos el contenido de las tres tentaciones que sufrió Cristo: la de no hacer nada y pedir que Dios lo haga todo, la de creer que el hombre es feliz sólo con cosas materiales y la de poner el dinero o el éxito o el placer por encima de Dios, convirtiéndonos en sus adoradores. Por último, acudamos a la lucha bien protegidos, bien pertrechados con las armas más eficaces: la oración y la penitencia.