¿QUIÉN DEMONIOS OS CREÍSTEIS PARA PRIVARNOS DE NUESTRA HERENCIA?
En 1800, en la región de Toulouse, Francia, fue capturado un niño salvaje, de unos quince años al que habían avistado algunos años antes. Desconocía el lenguaje, la cultura y cualquier hábito que requiriese aprendizaje humano. Su aparición fue muy oportuna ya que coincidió en el tiempo con un debate, propio de la Ilustración, sobre si la tradición cultural europea ayudaba o entorpecía para ser plenamente hombre. En palabras de un contemporáneo, se trataba de verificar si el salvaje es un hombre feliz y, por el contrario, el hombre civilizado es un ser degradado.
Víctor, nombre que le impusieron, en lugar de mostrar una humanidad ingenua, feliz e integrada, presentaba, por el contrario, un deterioro humano importante: aunque tenía los sentidos intactos no prestaba atención a nada, no tenía ningún gesto de agradecimiento y sí una agresividad continua. Parecía que el mito del buen y feliz salvaje se desmoronaba. Pero la realidad no podía destruir una ideología construida previamente así que se llegó a la conclusión de que el niño era un “idiota” de nacimiento motivo por el cual sus padres lo habrían abandonado.
Sin embargo, un joven médico se atrevió a proponer la tesis contraria: tal vez el niño salvaje tenía tales carencias porque había sido abandonado y, por tanto, no había recibido la educación necesaria para ser hombre. Logró que Víctor fuera sacado del centro para dementes donde había sido ingresado y le prestó todo tipo de ayuda. Tras cuatro años de seguimiento, consiguió que el niño, aunque ya nunca llevase una vida normal fruto de la carencia de su infancia, al menos aprendiese a tener conciencia de sí mismo, a expresarse, compartir sentimientos, en definitiva, a vivir apaciblemente dentro de sus limitaciones.
Sin embargo, las teorías pedagógicas que suponen que el niño aprende por sí solo y que no hay que contaminarle con la cultura recibida siguieron su curso, hasta tal punto que podemos decir que hoy han triunfado. Los males de la educación actual no son un fracaso, sino el éxito de una filosofía y pedagogía programada que comenzó con Rousseau, quien en su obra “El Emilio”, nos describe cómo hay que educar al niño. “El niño no debe hacer nada en contra de su voluntad” nos dice, y, por supuesto, hay que procurar liberar al niño de los deberes y de los libros: “La lectura es la plaga de la infancia”.
En consecuencia, muchos de nuestros jóvenes son como Víctor, salvajes en una sociedad urbana y telemática. No son culpables, sino víctimas de unos educadores que no les han transmitido el legado cultural, intelectual y moral que hemos recibido de nuestros padres. No es de extrañar, por tanto, que desconozcan la historia o que al ver un cuadro religioso miren sin ver porque no entienden nada, les suena a chino palabras tales como sacrificio, constancia, austeridad, patriotismo, heroísmo, etc. Se diría que el único imperativo es dejarse llevar por el sentimiento y la distracción constante. Es lo que han recibido tras quitarle el legado cultural que les correspondía.
El asunto no es baladí, basta que una generación no transmita unos valores, que dos generaciones no transmitan un idioma, para que se pierdan porque ambas son una herencia cultural, no genética. En definitiva, la herencia cultural es, si cabe, más importante que la genética.
Por ello, el hombre, a diferencia de los animales, no queda determinado por su código genético: puede ser más o menos hombre en su obrar, puede aprender a hablar uno o varios idiomas, -incluso puede no hablar desgraciadamente ninguno si no hay nadie que le enseñe-. El hombre puede ser culto o inculto, héroe o villano, santo o pecador, generoso o miserable y eso depende de dos factores: de la herencia cultural que reciba y de su propia libertad.
Ese patrimonio cultural no es indiferente ni equiparable. Frente al relativismo cultural imperante, hemos de manifestar claramente que la herencia de lo que llamamos Occidente, cuyo principal exponente es la vieja Europa, con todas sus limitaciones, es la más desarrollada en la medida que la razón, la libertad, el derecho, en definitiva, el respeto a la persona como valor supremo y la democracia como forma de gobierno, ha alcanzado cotas inimaginables en otras culturas.
En consecuencia, es preocupante el desconocimiento, y en muchas ocasiones el desprecio, acompañado de la crítica pueril hacia un pasado del cual se conoce generalmente los tópicos, y siempre más los errores que los aciertos. Si desconocemos nuestras raíces, es imposible sostener la convivencia en un proyecto común de vida. Si no transmitimos la herencia cultural, moral y social de nuestros padres, corremos el peligro que segar el futuro.
Algo de valor tendría la cultura heredada cuando nos ha permitido alcanzar estas cotas de desarrollo tecnológico, científico, económico y social y espiritual sobre el que se basa. Borremos esos valores y no entenderemos ni los museos, ni la literatura, ninguna de las artes y lo que es peor, no entenderemos ni quienes somos – ya está ocurriendo - ni para qué estamos aquí. Quien pierde sus raíces es un ser desarraigado, sin saber de dónde se viene ni hacia dónde se va.
La tarea de transmisión de esa herencia es un asunto de máxima gravedad y nos corresponde a todos. En primer lugar al Estado a través de la presencia de las humanidades en los planes de estudio. Corresponde también a los profesores: se nota enseguida quién tiene un bagaje cultural, lo ama y quiere transmitirlo. Pero es responsabilidad fundamental de los padres quienes debieran fomentar el conocimiento de las propias raíces familiares, el entorno local, el país en que vivimos etc.
No podemos renunciar a transmitir nuestro pasado ya sea por ignorancia, pereza, inconsciencia o miedo a lo políticamente correcto. Al menos que no puedan decirnos las generaciones futuras: ¿Quién demonios os creísteis los educadores de comienzos del siglo XXI para malgastar y privarnos de la herencia que nos correspondía?
JUAN A. GÓMEZ TRINIDAD