Quizás esta sea una de las entradas más complicadas de escribir de cuantas he publicado. Y lo es porque la viga en el ojo propio está tan presente, que es difícil hablar de la brizna ajena. Pero llega un momento en el que no puedo usar más esta excusa para seguir callando. No se trata además de lanzar una piedra que lapide a nadie; este es un grito que nace desde las entrañas, desde un fuego que me arde dentro y ante el que necesito desesperadamente clamar.
Será por el verano, en el que uno va a misa allí donde se encuentra, lejos de los lugares habituales. Y en uno tras otro, he recibido la misma bofetada de realidad que me ha noqueado. La cuestión es que no puedo ya con más sermones que me inyecten “dormidina” en vena. Ya no más, por favor. No soporto esas homilías en las que se habla y se habla sin decir nada, peores que escuchar a Pedro Sánchez en un debate electoral. No puedo con tantas palabras edulcoradas, tranquilas, elevadas, que no tocan la más mínima realidad de vida de los parroquianos, sus inquietudes, sus dificultades, sus miserias, sus pecados. Es insufrible que se mantenga desde el púlpito esta “Pax Romana”, renunciando a toda palabra que pueda tocar las conciencias, so pretexto de no escandalizar a los pocos que aún acuden a las iglesias. ¡Necios! ¿Quién les dirá que es absurdo sacar de punta el blanco el trono de la Virgen si no se hablan con sus hermanos, sus hijos o su nuera? ¿Que el dinero que acumulan y acumulan en sus cuentas, no sólo no les acompañará cuando mueran, sino que es la polilla que corrompe su corazón y les condena, mientras tantos en sus propias familias, en su vecindad, pueden pasar necesidades? ¿Que no pueden comulgar el cuerpo de Cristo cuando entran por la iglesia, tras haber despedazado a otros con la misma lengua en la que tomarán al Señor? ¿Que no hay vida cristiana sin oración diaria, sin participación en los sacramentos, lo que incluye confesar con regularidad? ¿Que somos pobres hombres y mujeres pecadores, necesitados de la gracia de Dios y su misericordia, y sólo nuestra soberbia puede hacernos creer que no necesitamos la confesión y el perdón de Dios? ¿Que es posible vivir teniendo a Jesús como único centro de nuestras vidas? ¿Que en Él toda vida tiene sentido, es única e increíblemente preciosa?
Sin embargo, una y otra vez es lo mismo: acariciar el lomo y dormir las conciencias. Y se exalta a las cofradías y sus hermanos, con bellas palabras, ignorando sin remordimientos la incongruencia de vida de tantos de sus miembros (salvo honrosas excepciones). Y llevamos en los funerales al cielo a todos los muertos, seguros de que se hayan en la presencia de Dios, para garantizar la salvación, crean lo que crean, hagan lo que hagan. Incapaces de lanzar una sola frase que cual puñal se clave en el corazón de quien pasaba por allí. Mensajes fáciles, cómodos, superfluos.
Llegados a este punto, siempre encuentro a quien dice que la fuerza de la Eucaristía va más allá de las miserias del celebrante. ¡Por supuesto! A ver si no quién podría sobrevivir… pero no es esto. Se trata de que "¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?" (Romanos 10, 14)
"Por tanto, la fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo." (Romanos 10, 17)
Nos quejamos a diario de la mediocridad de nuestra sociedad. Decimos que tenemos políticos mediocres, estudiantes mediocres, hijos malcriados intolerantes a la frustración, jóvenes egoístas cerrados al compromiso y a la vida, matrimonios condenados al fracaso por un vacío que nunca se llena, y que alcanza a todos como la sombra de un lento atardecer, plagado de somníferos para conciliar el sueño, de antidepresivos para soportar la vida, la existencia que sólo brilla cual estrella fugaz saltando de experiencia en experiencia, en aquello que nos evada de la rutina de un horizonte de tinieblas, vacío, frío, desesperanzador.
Frente a esto, ¿qué ofrecemos nosotros, cada uno de nosotros? ¿Dónde está la luz de nuestras vidas, que a otros atraiga, ilumine, enamore, dé esperanza? ¿Dónde está puesto nuestro corazón, nuestro tiempo, nuestro esfuerzo, nuestro dinero, nuestros desvelos, nuestros sueños? Si nadie, nunca, se siente atraído por nuestra forma de vivir. Si jamás nos han pedido razón de nuestra esperanza, que no se apaga. Si no hemos sido referente para que alguien, en su oscuridad, nos haya abierto el corazón, somos también sermoneadores vacíos, fariseos del siglo XXI, cumplidores de una ley que no se hace vida en nuestro corazón.
Ojalá perdamos nuestros miedos y seguridades de pequeños (o grandes) burgueses. Ojalá arda en nosotros el fuego de Dios. Ojalá seamos capaces de rendir nuestras vidas, sin reservas, a Jesucristo. Ojalá seamos capaces de invitar a otros a hacerlo, empezando por los ambones, donde pareciera haberse olvidado que, en esta rendición y entrega, empieza todo, y sin ella, todo son palabras vacías, tiempo perdido, autoengaño…
Que el Espíritu Santo traiga pasión y esperanza a nuestros corazones, empezando por el mío.