Todos los padres y madres que lean esto lo entenderán.
Un hijo o una hija han hecho algo malo; algo que les ha hecho daño a ellos mismos y por lo que sus padres han sufrido, y sufren.
Los padres no saben de qué se trata, lo que aumenta la angustia.
El hijo o la hija no cuentan nada. Están sumidos en una tristeza apática, o en una exaltación nerviosa, que los vuelve o silenciosos o agresivos.
La tensión termina por quebrar el corazón de los hijos. (El de los padres está quebrado, en carne viva, desde que nacieron aquellos que son carne de su carne).
La confesión, las lágrimas, la humillación, el reconocimiento del mal:
–Soy adicta a...
O lo que sea el daño que tiene al hijo aprisionado en una oscura mazmorra emocional.
Los padres disculpan, perdonan, explican. Abrazan.
El pródigo, roto en lamentos, avergonzado, no se atreve a "levantar los ojos al Cielo".
Días después, semanas después, o meses –la duración del purgatorio–, el hijo vuelve, por fin, de nuevo, siendo otra vez él mismo.
Ahora sí. Ahora no solo se deja abrazar, sino que abraza con fuerza y cariño infinitos.
Lo ha pasado muy mal, antes y después de reconocer el mal.
Rehuía a sus padres, humillado, avergonzado, herido en su amor propio, confuso.
Sus padres solo querían consolar, amar, cuidar, mimar.
Como el buen Dios.
Solo que Dios sufre infinitamente más porque ama infinitamente más.
No hay que evitar el Purgatorio por nosotros mismos –Dios nos ama como somos– sino por Él, para que no sufra el Padre-Madre que quiere "salir corriendo al camino" y echarse, por fin, en brazos de su hijo, de su hija, que vuelve de las ciénagas de Gollum o de la tierra del Gran Daño, Mordor.
Evitemos a Dios un Purgatorio que, como su Hijo en la Cruz, sufre Él más que nosotros.
Por nosotros.