Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, sálvame por tu misericordia, Señor, que no me avergüence de haberte invocado (Sal 29 (30), 17s).
La antífona nos sitúa hoy en actitud orante y de diálogo con el Señor al que vamos a recibir. Quien se acerca a comulgar es un siervo necesitado de salvación. Desde esa necesidad, desde esa indigencia, es como verdaderamente podemos hacerlo, pues comulgamos al Salvador y entramos en comunión con el misterio de salvación.

La lejanía de Dios es oscuridad, pero su luz no es algo impersonal a lo que tengamos acceso por nuestro propio pie, como quien sale de una zona de sombra y se pone al Sol. Jesús es la Luz y su luminosidad es un don  que Él nos hace desde su misericordia. Yo solamente puedo pedirlo.

Su rostro es una luminaria, en cuya luminosidad estamos en la Verdad que es Él mismo. Y es también fulgor de Belleza. El misterio de nuestra salvación es tornar a la Bondad divina, pero es también misterio de Verdad y Belleza. El Amor de Dios nos ilumina con la Verdad que es y nos atrae y glorifica con su Belleza.

Pero el resplandor del rostro de Cristo que pedimos y buscamos en la Eucaristía no queremos que sea solamente para nosotros. Queremos que esa acción salvífica de Dios sea patente para los demás, que vean que Aquél en quien confiamos es el único en quien confiar. No quedar avergonzado ante los que no creen tiene un contenido positivo claro, que les sea a ellos manifiesto que donde hay salvación es en Cristo.