RECOJO EN EL ARTÍCULO DE HOY LA CARTA DEL PRESIDENTE DE ESPAÑA DE LA MILICIA DE LA INMACULADA. NOS UNIMOS ESPIRITUALMENTE A VOSOTROS EN ESTE DÍA.

Queridos mílites:

Como cada año, en la Víspera de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María vamos a celebrar la fiesta de San Maximiliano Mª Kolbe, que en este año recae además en el 80 aniversario de su muerte martirial en el campo de exterminio de Auschwitz.

«No murió, dio la vida» es el lema de este año kolbiano que estamos viviendo. A luz de esta fiesta, vale la pena que volvamos una vez más al ideal de San Maximiliano, que le llevó a fundar nuestra Milicia de la Inmaculada, para tratar de comprender la esencia de su carisma inmaculista, que sigue siendo actual y que nos ayuda en nuestro apostolado, pero sobre todo en nuestro propio camino al Cielo, en nuestra santificación.

Así, os invito a leer en clave kolbiana uno de los últimos mensajes que escribió San Juan Pablo II: el Mensaje para la 12ª Jornada Mundial del Enfermo, en el que el Papa polaco escribió que: «El dogma de la Inmaculada Concepción nos introduce en el corazón del misterio de la creación y de la redención».

En ese mensaje, San Juan Pablo II explicaba, haciendo referencia a la Santísima Virgen, que:

«Su "sí", en nombre de la humanidad, volverá a abrir al mundo las puertas del Paraíso, gracias a la encarnación del Verbo de Dios en su seno por obra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35). Así, el proyecto original de la creación queda restaurado y potenciado en Cristo, y en dicho proyecto encuentra lugar también ella, la Virgen Madre. Aquí está la clave de bóveda de la historia: con la Inmaculada Concepción de María comenzó la gran obra de la redención, que se actuó con la sangre preciosa de Cristo. En él, toda persona está llamada a realizarse plenamente, hasta la perfección de la santidad (cf. Col 1, 28). Por tanto, la Inmaculada Concepción es la aurora prometedora del día radiante de Cristo, quien con su muerte y resurrección restablecerá la plena armonía entre Dios y la humanidad. Si Jesús es el manantial de la vida que vence a la muerte, María es la madre solícita que sale al encuentro de las expectativas de sus hijos, obteniendo para ellos la salud del alma y del cuerpo».

En este sentido, recordemos que con ocasión de la proclamación del dogma de la Inmaculada
Concepción, el beato pontífice Pío IX conectó este dogma de nuestra fe con la esperanza cierta en la consumación del Reino de Dios, es decir, en el triunfo de la Iglesia sobre las fuerzas del mal, mediante una especial y decisiva intervención de la Madre de Dios en nuestra historia, preanunciada desde el Génesis:

«La misma santísima Virgen, que toda hermosa e inmaculada trituró la venenosa cabeza de la cruelísima serpiente, y trajo la salud al mundo, y que gloria de los profetas y apóstoles, y honra de los mártires, y alegría y corona de todos los santos, y que refugio segurísimo de todos los que peligran, y fidelísima auxiliadora y poderosísima mediadora y conciliadora de todo el orbe de la tierra ante su unigénito Hijo, y gloriosísima gloria y ornato de la Iglesia santo, y firmísimo baluarte destruyó siempre todas las herejías, y libró siempre de las mayores calamidades de todas clases a los pueblos fieles y naciones, y a Nos mismo nos sacó de tantos amenazadores peligros; hará con su valiosísimo patrocinio que la santa Madre católica Iglesia, removidas todas las dificultades, y vencidos todos los errores, en todos los pueblos, en todas partes, tenga vida cada vez más floreciente y vigorosa y reine de mar a mar y del río hasta los términos de la tierra, y disfrute de toda paz, tranquilidad y libertad, para que consigan los reos el perdón, los enfermos el remedio, los pusilánimes la fuerza, los afligidos el consuelo, los que peligran la ayuda oportuna, y despejada la oscuridad de la mente, vuelvan al camino de la verdad y de la justicia los desviados y se forme un solo redil y un solo pastor» [Ineffabilis Deus, Bula de proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción (8 de diciembre de 1854)].

Y es que María, redimida de modo eminente, como lo dice el Concilio Vaticano II: «concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra madre en el orden de la gracia» (LG 61). A este respecto, la misma constitución Lumen Gentium establece un íntimo paralelismo entre la maternidad sobrenatural de la Inmaculada y la de la Iglesia:

«La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y es igualmente virgen, que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, y a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera» (LG 64).

Por tanto, aunque en nuestra vida personal y colectiva nos veamos oprimidos por tanto pecado instigado por el maligno y por las mismas consecuencias de nuestra propia miseria, sufriendo un mal que incluso parece que contradice y pone en entredicho la victoria del bien, así como el plan salvífico de Dios y la misma Redención de Nuestro Señor, ¡no podemos temer! Siguiendo el fiat maternal de María, en su escuela, consagrados a Ella, pronunciamos audazmente cada vez con más fuerza, firmeza y fidelidad nuestro propio SÍ a Dios. Estamos anclados en la esperanza más cierta del Triunfo de María, de su Inmaculado y Purísimo Corazón, la consumación de la Redención obrada en la Cruz y por la Resurrección de Nuestro Señor. Esta esperanza no solo la profesa la Iglesia por la voz de su autorizado magisterio, sino que fue afirmada, por ejemplo, por Nuestra Señora en Fátima.

La vida de San Maximiliano, sus actitudes y sus obras son un claro reflejo de esta esperanza, que animó e impulsó su vida apostólica. Porque esperaba sin ambages, San Maximiliano –noble y valiente caballero- se lanzó resueltamente al ruedo de la vida, sin ningún tipo de complejo, con moral victoriosa, también y –sobre todo- en Auschwitz. En nuestra devoción a San Maximiliano, por su ejemplo tan conmovedor, en su taller de virtudes cristianas, aprendemos a contemplar y a abandonarnos totalmente a la Inmaculada, llenándonos de esta sobrenatural esperanza que nos levanta, que nos libera de nuestro tiránico ego y que nos lleva a darnos por amor, a entregar nuestra vida a Dios y a los hermanos. Esta donación purificadora, que es un morir a nosotros mismos –y la mortificación siempre cuesta- se torna suave, agradable y ligera como el incienso, vivida con la Inmaculada. Ella nos concede –quiere concedernos- no solo la gracia de la conversión, sino la gracia de poder abrazar la Cruz, siempre que la queramos acoger. Ella nos descubre y nos hace gustar el amor infinito que recibimos de la Santísima Trinidad por medio del Corazón Ardiente de Jesucristo: así, por ejemplo, cada día, en la Sagrada Comunión. Ella nos enseña a escuchar y a poner en práctica la Buena Noticia.

Ella nos empuja a «romper filas» y a desvivirnos por nuestros hermanos, avivando «una nueva imaginación de la caridad» (cf. Papa San Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo Millenio Ineunte, 50). Ella nos acompaña y nos sostiene en la tribulación. Ella vence en y por nosotros. Ella es nuestra Capitana. Por eso, ante Ella, la pequeña María, nos «rendimos», para participar de su maravillosa y sublime humildad, que magnifica al Señor. En palabras de San Maximiliano: «encended por todas partes el amor y la confianza en María Inmaculada y muy pronto veréis brotar de los pecadores más endurecidos las lágrimas del arrepentimiento, vaciarse las cárceles, aumentar el número de los obreros honestos, mientras la paz y la felicidad la discordia y el dolor, porque ha llegado una era nueva» (EK 1069).

San Maximiliano, el loco de la Inmaculada, nos enseña a contemplar silenciosamente a María, a «enamorarnos» de su belleza y de su bondad. Ya sabemos: amor con amor se paga. El Papa Benedicto XVI insistía en la necesidad de nuestra correspondencia, nuestra reparación como respuesta al amor de Dios que nos precede:

«Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este “antes” de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta» (cf. Encíclica Deus Caritas Est, 17).

A este respecto, en una conferencia a sus frailes en la Víspera de la Solemnidad de la Inmaculada de 1938, San Maximiliano les explicaba: «cuando más grande es el amor, mayor es la purificación de los defectos. Y si el amor es intenso, entonces la purificación no conoce límites».

Purificados e iluminados por el transparente resplandor de María, que nos atrae amorosamente y que procede del Verbo que Ella acogió en su seno, le abrimos las puertas de nuestro corazón, para que la Mediadora de todas las gracias, mediante su intercesión, lo modele según el Corazón de su Hijo, poniendo en práctica la Palabra en nosotros. Como testigos creíbles, nosotros no debemos irradiar nuestra propia pequeña persona, sino transmitir por medio del corazón purísimo de María el calor vivificante del Amor divino y la luz gloriosa de la verdad del Evangelio, conquistando, en lo concreto, el Mundo para la Inmaculada, para Dios. Queridos mílites, que nuestra celebración de esta fiesta de San Maximiliano nos llene de casta y inflamada caridad para darlo todo por Cristo y que, por Él, nos demos al prójimo. En esta celebración, que os animo a vivir gozosa y agradecidamente muy unidos a María, recemos por nosotros, por nuestra Patria, por la misión de nuestra Milicia, por la Iglesia, por la Orden Franciscana Conventual y por las distintas realidades kolbianas, por nuestros Pastores, por el Pastor Supremo: el Papa Francisco. Recemos por toda la Humanidad, tan aquejada de graves virus físicos y espirituales, que resquebrajan la fraternidad que debería presidir nuestras relaciones sociales. Ya que el camino de fraternidad que nos muestra San Maximiliano con su propia vida, tiene también una Madre, llamada María (cf. Papa Francisco, Encíclica Fratelli Tutti, 278), os propongo que, especialmente en la Fiesta de San Maximiliano, le ofrezcamos confiados estas intenciones en el rezo del Santo Rosario, contemplando con Ella sus misterios.

Cordialmente, siempre con la Inmaculada,

Fdo. Miquel Bordas Prószynski

Presidente del Consejo Nacional de la MI en España