En aquel tiempo, Jesús entró en la casa de sus amigos. Estaban cuidando a un enfermo.
Jesús se acercó a él y le preguntó:
-Sé que sientes mucho dolor y a veces pierdes la consciencia, ¿quieres curarte?
El enfermo miró al Señor y le dijo:
-No, Rabbí, merezco todo el dolor que sufro porque innumerables y terribles son mis pecados. Como a veces pierdo la consciencia, los tengo aquí escritos; así, cuando los voy leyendo, me ayudan a soportar el dolor y me empujan a la contrición y al arrepentimiento verdadero, porque he pecado contra Dios y a Dios he entristecido.
-Tus pecados te son perdonados -dijo Jesús, bendiciéndole.
El enfermo rompió a llorar. Y respondió:
-Has aliviado mi carga, Señor. Pero permite a este miserable pecador que lleve ahora la tuya. Porque Tú eres inocente y justo y nada malo has hecho para colgar del patíbulo. Y no hay dolor como el tuyo en intensidad y duración, y no quisiste mitigarlo y apuraste el Cáliz de todos los sufrimientos. Mi lista de pecados es la lista de los golpes de te dí, de lo que te insulté y golpeé, de las espinas que te clavé y de los clavos con que te atravesé. Has quemado mi papel escrito en el fuego de tu Misericordia, pero estás en agonía hasta el final de los tiempos. Y eso no lo puedes borrar, Jesús, sin hacerte trampas en el solitario.
-Has hablado bien y comprendes Nuestra Justicia. Pero, discípulo bueno y fiel, nunca comprenderás Nuestra Misericordia. Y así es justo que suceda para que te alegres cuando llegues donde ni el ojo vió, ni el oído oyó lo que Dios tiene preparado para los que lo aman.
-Gracias, Señor -dijo el enfermo.
-Y puesto que no quieres que te cure, hazme caso: toma la morfina y la metadona, así alegrarás a tus amigos, que lloran y sufren, y Yo te cuidaré. Misericordia quiero y no sacrificios.
Y saliendo de allí, curó a muchos enfermos y endemoniados. Y ordenaba a los demonios salir de los pobres y tullidos de aquel tiempo, y entrar en los sabios y entendidos de los siglos venideros.