El vocabulario de nuestra lengua castellana es muy rico en variedad de sustantivos que recogen de maneras diversas una realidad concreta o también que con una misma palabra podemos designar varias conceptos distintos entre sí al tener varios significados. Una de ellas es “hogar”. Se utiliza poco en nuestros días, antes era más común, más utilizada, más conocida, hoy sólo algunos que han experimentado a fondo la grandeza de esta palabra en todo su esplendor entenderán mejor lo que quiero decir. Con el hogar hablamos de la casa donde uno vive, el hogar, la vivienda; de la familia en sí misma, el hogar familiar; y también de algo que pocos conocen hoy: el lugar donde se enciende la lumbre y el fuego para el servicio común de la casa. Y vamos a profundizar y hacer vida la palabra hogar.
Estos días todos sabemos bien lo que es la casa, la vivienda, nuestro hogar. No podemos salir de una casa, de un piso, de un hogar. Quizá hasta llegamos a conocer mejor algunos rincones que hasta ahora no tenían gran importancia. Las casas tienen todo lo necesario para poder vivir. Cada estancia tiene su función y la valoramos en estos momentos más que nunca. Qué bien estamos en el salón viendo una película, cómo disfrutamos al sol en la terraza, cuánto aprovechamos la despensa y así podemos recorrer una a una todas las estancias del hogar.
Pero una casa, un hogar sin personas no es tal. Pasamos al hogar familiar. Estamos en casa con vida de hogar familiar: hijos y padres y a veces también abuelos ahora conviven juntos sin salir de casa viviendo en familia. Muchos hijos que estudian o trabajan lejos en estos días se encuentran en casa con los padres; y algunos abuelos también viven en armonía con sus hijos y nietos. Se vive día a día, sin salir al pueblo o ciudad, sino conviviendo en el hogar. Se crea familia, se fortalecen los vínculos familiares, se tienen conversaciones, se une la familia. Más de alguno en estos días me dice que están todos en casa y que ver a sus hijos juntos jugando o charlando durante largos momentos es algo que nunca había visto. La vida familiar ha cambiado y los hijos salen a estudiar a universidades lejanas al hogar familiar o encuentran trabajos que ahora quedan suspendidos y quieren estar en casa con sus padres. Los abuelos disfrutan al ver a su descendencia unida en un mismo lugar, ya sea en la mesa comiendo, en el sofá hablando o en la terraza jugando. Qué bueno es vivir así en familia, en el hogar familiar.
Y llegamos a la esencia, al hogar, al lugar que las casas actuales ya no tienen, se ha perdido. Sólo se conserva en las viviendas antiguas de nuestros pueblos, de nuestros abuelos, donde seguro que pasamos unos días en verano y donde ellos han nacido, crecido y formado una familia. El hogar es eso: el hogar. Un lugar único que reunía a toda la familia en torno al fuego. Junto al hogar giraba toda la vida de la familia y de la casa: se cocinaban esos guisos que sólo se pueden saborear en lugares como éstos porque esa cocina se alimentaba con leña cortada en el monte, y de la cocina con leña a la de gas o eléctrica hay mucha diferencia, quien lo haya experimentado que lo diga; se calentaban todos del frío que llenaba los pueblos en lo más duro del invierno donde las nevadas eran de verdad y no se podía salir en varios días; servía de punto de reunión cuando la madre preparaba la comida y los hijos pequeños se arrimaban a la lumbre mientras se esperaba a que el padre llegara del campo con los mayores de la casa después de labrar la tierra o traer al caballo de la fragua para cambiarle las herraduras o de tantas labores que la vida rural conllevaba en esos años.
Eso por la mañana y por la noche, sin luz por la calles de tierra, con viento helador que corta, el ganado guardado y concluida la labor del día, muchas familias por no decir todas, se reunían en torno al hogar a rezar el rosario. ¡Sí!, ¡a rezar juntos!, ¡en casa!, ¡en familia! ¡y con el calor del fuego esa oración que lleva al amor de Nuestra Madre la Virgen y de Nuestro Señor Jesucristo! Algo parecido ha pasado en muchos hogares la tarde del pasado día 25 de marzo cuando en Fátima se reza el rosario para seguir después con la consagración de la Península Ibérica a los Sagrados Corazones de Jesús y de María en un día tan propio de la Virgen y de Cristo a la vez como es la fiesta de la Anunciación del Señor. En las casas por medio de la televisión las familias reunidas se unen a este acto y rezan también el rosario.
Algo único también. ¡España y Portugal consagrados al Amor verdadero! ¡Consagrados al Corazón de Jesús y al Corazón de María! Y muchos países unidos para orar por el fin de esta pandemia que sufrimos y que a tantas familias está destrozando por el dolor de la enfermedad, de la muerte y del aislamiento. Ahora hay mucho sufrimiento, pero tenemos la mirada puesta en Jesús y en María. A ellos nos hemos consagrado, hemos dejado que entren en nuestros hogares, que sean Ellos los que lleven nuestras casas, nuestras familias, nuestras vidas. Es un momento muy oportuno para cambiar el modo de vida. No sólo en lo externo al no poder salir de casa, sino en lo interno, en la parte espiritual después de esta Consagración. Sé que hay familias que todas las noches rezan el rosario como antes se hacía ante el hogar. Ahora vivimos un tiempo que sirve para retomar esa tradición y esa oración que une a la familia de modo especial. Tenemos que rezar juntos para darnos cuenta todo lo que se pierde cuando no dejamos que la gracia que se derrama de los Sagrados Corazones de Jesús y de María llegue a nuestro corazón porque no sabemos acogerla al no abrir nuestras vidas a esa gracia, a ese regalo, a esa presencia viva de los que de verdad nos sanan y nos salvan. ¿De qué nos sirve salvar el cuerpo si perdemos nuestra alma? Vamos a aprovechar esta singular situación en que nos encontramos para abrir los ojos a la vida interior, para buscar no sólo la salud del cuerpo, sino también la del espíritu.
Vamos a volver a nuestra casa, a nuestro hogar; vamos a volver a vivir de nuevo en familia, en el hogar familiar y vamos a volver al hogar donde podemos rezar todos juntos en familia, ese hogar donde antes ardía la leña para alimentar, calentar y reunir a la familia y que ahora, después de la Consagración de España y Portugal al Corazón de Jesús y de María, es un hogar donde arde un amor divino y un amor maternal: el del Sagrado Corazón de Jesús y el del Inmaculado Corazón de María. Vamos a volver a ser familia de verdad; para eso es necesario volver al hogar.