Comenzábamos el tiempo del Adviento recordando a nuestros primeros padres en el relato de la creación en el Génesis. Una vieja leyenda relata esta otra historia de Adán[1]. Dice así:
Después de haber recriminado a Eva su pecado, Adán aprovechó una distracción del ángel guardián del Paraíso. Viéndose solo, se inclinó hasta el suelo. Le temblaban los dedos. Respiró con un jadeo y, con la rapidez de un ladrón, escondió entre sus manos una semilla de la fruta prohibida que antes había comido. Salió del Edén y caminó con Eva durante cuarenta días. Por fin encontraron un valle donde detenerse y habitar. Allí Adán plantó las semillas y cultivó la tierra con el sudor de su frente.
El tiempo transcurría entre añoranzas del pasado, pesares del presente e ilusiones del futuro. El árbol germinaba y crecía como la familia de Adán. Eva daba a luz y el árbol flores y frutos. Caín mató a Abel y Adán y Eva envejecían. Mientras tanto, el árbol, testigo de la historia humana, seguía creciendo y presenciando el paso de las generaciones, de los siglos y milenios... Hasta que un buen día, del frondoso árbol hicieron leña. Y algunas ramas fueron a parar a un montecillo a las afueras de Jerusalén. De aquella lejana semilla había surgido una cruz.
[La Visitación de Louis-Jean-François Lagrenée, Museo del Prado, Madrid]
En el relato de la Visitación[2], San Lucas muestra cómo la gracia de la Encarnación, después de haber inundado a María, lleva salvación y alegría a la casa de Isabel. El Salvador de los hombres, oculto en el seno de su madre, derrama el Espíritu Santo, manifestándose ya desde el comienzo de su venida al mundo.
El evangelista, describiendo la salida de María hacia Judea, usa el verbo levantarse, en el sentido de ponerse en movimiento. Considerando que este verbo se usa en los evangelios para indicar la resurrección de Jesús (cf. Mt 8,31; 9,9.31; Lc 24,7.46) o acciones materiales que comportan un impulso espiritual (cf. Lc 5,27-28; 15,18.20), podemos suponer que Lucas, con esta expresión, quiere subrayar el impulso vigoroso que lleva a María, bajo la inspiración del Espíritu Santo, a dar al mundo el Salvador. El texto evangélico refiere, además, que María realiza el viaje con prontitud (Lc 1,39). También la expresión a la región montañosa (Lc 1,39), en el contexto lucano es mucho más que una simple indicación topográfica, pues permite pensar en el mensajero de la buena nueva descrito en el libro de Isaías: ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: Ya reina tu Dios! (Is 52,7).
En efecto, con su visita a Isabel, María realiza el preludio de la misión de Jesús y, colaborando ya desde el comienzo de su maternidad en la obra redentora del Hijo, se transforma en el modelo de quienes en la Iglesia se ponen en camino para llevar la luz y la alegría de Cristo a los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos.
¿Quién ha dicho que se puede vivir nuestra fe católica sin María? María es modelo del que evangeliza. María es modelo de salir de sí mismo para entregarse a la voluntad de Dios inmediatamente.
El encuentro con Isabel presenta rasgos de un gozoso acontecimiento salvífico, que supera el sentimiento espontáneo de la simpatía familiar. Mientras la turbación por la incredulidad parece reflejarse en el mutismo de Zacarías, María irrumpe con la alegría de su fe pronta y disponible: Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel (Lc 1,40).
San Lucas refiere que cuando oyó Isabel el saludo de María saltó de gozo el niño en su seno (Lc 1,41). El saludo de María suscita en el hijo de Isabel un salto de gozo: la entrada de Jesús en la casa de Isabel, gracias a su Madre, transmite al profeta que nacerá la alegría que el Antiguo Testamento anuncia como signo de la presencia del Mesías.
Ante el saludo de María, también Isabel sintió la alegría mesiánica y quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: Bendita Tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno (Lc 1,41-42). Isabel, con su exclamación llena de admiración, nos invita a apreciar todo lo que la presencia de la Virgen trae como don a la vida de cada creyente.
En la Visitación, la Virgen lleva a la madre del Bautista el Cristo que derrama el Espíritu Santo. Las mismas palabras de Isabel expresan bien este papel de mediadora: Porque apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno (Lc 1,44). La intervención de María produce, junto con el don del Espíritu Santo, como un preludio de Pentecostés, confirmando una cooperación que, habiendo empezado con la Encarnación, está destinada a manifestarse en toda la obra de la salvación divina.
Este cuarto domingo de Adviento nos introduce de lleno en la solemnidad de esta noche santa, la Nochebuena. Tenemos que romper con tanto sentido comercial y recuperar a ese Niño que parece que la sociedad pretende dejar indefenso. Son las paradojas de nuestros días: al que celebran lo abandonan.
Escribió el cardenal Joseph Ratzinger[3] que el especial calor humano de la fiesta de la Navidad nos afecta tanto que en el corazón de la cristiandad ha sobrepujado con mucho a la Pascua. Pues bien, en realidad ese calor se desarrolló por vez primera en la Edad Media, y fue San Francisco de Asís (sobre estas líneas) quien, con su profundo amor al hombre Jesús, al Dios con nosotros, ayudó a materializar esta novedad. De tales sentimientos surgió, pues, la famosa fiesta de Navidad de Greccio, a la que podría haberle animado su visita a Tierra Santa y al pesebre de Santa María la Mayor en Roma. Lo que le movía era el anhelo de cercanía, de realidad. Desde entonces, en todos nuestros hogares, en nuestras parroquias, en nuestros comercios, en los Ayuntamientos, en tantos lugares... aparece la representación de esta escena gloriosa y solemne que vamos a celebrar en estos días: el misterio de la Navidad.
El deseo de San Francisco era vivir Belén de forma totalmente nueva, de manera que su propio mensaje, su especial calor y humanidad, la humanidad de nuestro Dios, se comunicara a las almas y diese a la fe una nueva dimensión, renovando la noche de Navidad.
Dios ha llegado a ser verdaderamente Emmanuel, Dios cono nosotros, alguien quien no nos separa ninguna barrera de sublimidad ni de distancia: en cuanto niño, se ha hecho tan cercano a nosotros, que le decimos sin temor Tú; podemos tutearle en la inmediatez del acceso al corazón infantil.
En el Niño Jesús se manifiesta de forma suprema la indefensión del amor de Dios: Dios viene sin armas porque no quiere conquistar desde fuera, sino ganar desde dentro, transformar desde el interior. Si algo puede vencer la arbitrariedad del hombre, su violencia, su codicia, es el desamparo del Niño. Dios lo ha aceptado para vencernos y conducirnos a nosotros mismos. En la noche invernal de los hombres, en tu noche invernal, la luz de Dios se llena en ti a través del Niño de Belén que nace para todos nosotros.
Cuenta otra vieja leyenda4 que una peregrina llegó a la gruta de Belén.
En medio de la noche, achacosa y vieja como un pergamino, una ancianita hace su camino. Es la última en llegar y arrodillarse ante el recién nacido. Las estrellas ya han palidecido y el alba está a punto de dar a luz el día. La Virgen le pregunta su nombre. –Me llamo Eva-, responde la anciana llena de arrugas. Y con reverencia deposita entre los dedos del recién nacido una manzana. Es su tesoro. Se despide y se aleja de la gruta. Está a punto de amanecer. Por momentos la fruta resplandece y se convierte en una esfera de cristal. Como por encanto, van apareciendo colores, luego figuras... Una Virgen da a luz; una anciana, de nombre Isabel, deja de ser estéril. Un mudo profetiza y unos ángeles hablan con pastores. Luego se ve una cruz y la gloria.
La gloria de nuestra salvación. Preparémonos para la noche santa de mañana, la Nochebuena. Preparémonos para escuchar el mensaje de los ángeles, porque mañana, en la ciudad de Belén, va a nacer un Niño para nuestra salvación.
[1] M. DE ANDRÉS y J.P. LEDESMA, El árbol de Navidad, Catholic.net (10 de diciembre de 2000).
[2] San JUAN PABLO II, Audiencia del 2 de octubre de 1996.
[3] J. RATZINGER, Imágenes de la esperanza. Itinerarios por el año litúrgico, página 9 (Madrid, 1998).
4 M. DE ANDRÉS y J.P. LEDESMA, El árbol de Navidad, Catholic.net (10 de diciembre de 2000).