Realizaba el Papa hace ya cuatro años, con ocasión de su viaje a Polonia, unas enigmáticas declaraciones afirmando que el mundo estaba en guerra, algo difícil de entender cuando en realidad no son muchos los escenarios bélicos “al uso” abiertos en el planeta al día de hoy. Ahora bien, ¿y si, después de todo, tuviera razón el sucesor de Pedro? ¿Y si estuviéramos efectivamente en guerra?

            Una guerra en la que por primera vez en la historia los contendientes no serían dos intentando aniquilar el uno al otro, sino sólo uno intentando aniquilarse a sí mismo, en un proceso de autodestrucción de difícil explicación.

            Una guerra que nadie ha declarado abiertamente y a la que ni siquiera acertamos a ponerle una fecha concreta de inicio.

            Una guerra librada sin armas de fuego, sino más bien con campañas dirigidas a forjar un pensamiento único y oficial... y con leyes, leyes mortíferas, letales, que con bellas palabras que hablan de dignidad y de derechos, proporcionan la muerte a las personas, determinan que unos seres humanos son mejores que otros, establecen verdades “oficiales”,  penalizan el odio como coartada para eliminar el debate, y tantas y tantas cosas.

            Una guerra sin intereses territoriales o ideológicos, sino con un objetivo que se presenta poco claro y que nadie acierta a definir, aunque está relacionada con un planeta elevado a la categoría de la divinidad, una especie de Pachamama que, como si de un Saturno del s. XXI se tratara, devora a sus criaturas sin piedad.

            Una guerra que, cuestiona el primero de los principios enunciados por la Biblia, aquél en el que Dios le da al hombre el derecho (y el mandato) “de crecer y multiplicarse y dominar la Tierra”.

            Una guerra en la que los cadáveres, aunque existentes y muchos, no se ven ni se quedan tirados en los campos de batalla, porque los campos de batalla se hallan en asépticos abortorios, asilos, hospitales, crematorios...

            Y en la que tampoco existen cuarteles para instruir a los soldados, porque la instrucción se lleva a cabo en las escuelas, en los medios de comunicación, en los partidos, en organizaciones sin nacionalidad, en lobbies que nadie sabe cuáles son ni donde están…

            Una guerra en la que al final, los supervivientes o supuestos vencedores no saben bien ni cómo, ni dónde, ni cuando, ni por supuesto, por qué, han eliminado a sus supuestos enemigos, esos derrotados que inundan abortorios, hospitales, asilos, crematorios, convertidos en humo o en cremas de belleza.

            Una guerra en la que el enemigo puede ser nuestro amigo, nuestro vecino o hasta vivir en nuestra propia casa. Porque en una especie de lucha de clases absoluta extendida a todo aquello que diferencia a un ser humano de otro, enfrenta a ricos contra pobres, a empresarios contra obreros, a blancos contra negros, a hombres contra mujeres, a jóvenes contra viejos, a homosexuales contra heterosexuales, a creyentes contra ateos, a los de un credo contra el de otro, a hermanos contra hermanos, ¡a padres contra hijos!… la guerra del todos contra todos, en la que a nadie le falta una buena razón para odiar a cualquiera de los que le rodean.

            Una guerra en suma, invisible, insonora, intangible, insípida, inodora, casi diríamos una guerra “limpia”.

            ¿Y si, como dice Francisco, el mundo llevara ya en guerra varios años? ¿Y si estuviéramos en guerra y no lo supiéramos?

            Que hagan Vds. mucho bien y no reciban menos.

 

 

            ©L.A.

            Si desea ponerse en contacto con el autor de esta columna, puede hacerlo en encuerpoyalma@movistar.es.

             Que hagan Vds. mucho bien y no reciban menos.

  

            ©L.A.

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