Volvamos a la Madre Alacoque en sus peregrinaciones.
La hermana provisora, que no vivía, corrió, así que pudo, a la casa donde la había conducido el rojo, y allí la encontró efectivamente, pero… con el conflicto de que la portera amenazaba y los vecinos se quejaban de que hubiese allí religiosas; pues dos hermanas se encontraban en ella desde hacía ya días… no quedaba otro recurso que buscar nuevos asilos; y la pobre Madre, tan delicada con sesenta y tres años encima, a pesar de todas las agotadoras emociones de aquel día y del cansancio de subir a un tercer piso, tuvo que volver a bajar las escaleras para dirigirse a pie a la calle de Bailén, donde fue muy bien acogida por unas caritativas conocidas de la comunidad.
En esta casa, salvo algunas alarmas, estuvo con relativa tranquilidad, empezando desde luego a ocuparse en disponer los medios para el traslado de sus hijas a Italia.
Con este motivo, animosa como era, quiso salir un día al anochecer con la hermana provisora, para cambiar impresiones con su querida Depuesta, la hermana Emmanuel Chauveau que no estaba muy lejos, escoltándolas en este trayecto una de las buenas almas que se interesaban para facilitar la marcha a Italia.
Estuvieron allí un buen rato y, al marcharse, solas ya esta vez, al pasar por la casa donde se hallaba la hermana asistente, se les ocurrió subir para ponerla al corriente de todo. Pero en el momento de pasar la puerta y dirigirse a la escalera, notaron que eran conocidas y que las espiaban… subieron al piso angustiadísimas y no hicieron más que llamar, decir quiénes eran y volver a bajar las dos para no comprometer.
En efecto, ya estaban allí algunos hombres que las detuvieron, metiéndolas en el cuarto de los porteros y deteniendo a todos los que entraban y salían.
Uno que poseía muy bien el francés y que, según él decía, tanto le importaba matar a un hombre como a una mujer, les hizo el interrogatorio y se las quería llevar a un comité, molestándolas mucho. Al fin las dejó ir diciendo que no corrían ningún peligro y brindándose a acompañarlas, lo que no aceptaron, contestando que, si no corrían ningún peligro, ya podían ir solas.
Una vez más Jesús las había salvado, siendo este encuentro uno de los que más hicieron sufrir a la hermana provisora, pues, de prenderlas o fusilarlas, nadie habría sabido lo que había sido de ellas.
No pasaron muchos días tranquilas… el 19 de agosto, hacia las cinco de la tarde, se les presentó un comunista alto, moreno y con un aspecto que, sólo el verle, atemorizaba. Encarándose con la Madre le preguntó si era la Superiora de las Salesas. “Lo he sido”, contestó. No lo ha sido, sino que lo es, replicó el rojo; lo sé muy cierto. “Pues, sí, lo soy”, dijo entonces la Madre con entereza.
Aquí empezó aquel hombre que iba con orden de llevársela al cementerio para fusilarla, porque era muy mala y mil improperios más. La Madre contó luego, que se había quedado como cloroformizada, que casi no le había causado impresión este lance; y así al decirle que se la llevaría, le contestó muy serena: “como usted quiera”.
Hizo algunas preguntas más el comunista y volvió con el asunto de llevársela… La dueña de la casa empezó a decirle llorando cuán buena era, y la hermana provisora, en el colmo del dolor, se arrodilló a sus pies rogándole, por lo que más amaba, que dejara en paz a la Madre, que en cambio le darían cuánto tenían. Al ver tanta pena, pareció conmoverse… Fue la provisora en busca del dinero… registró él sus habitaciones para cerciorarse si había más y, como no hallase dijo: ¿pero ustedes se quedarán sin nada? Y dejándoles parte del que le habían dado, para que comiesen algunos días, se marchó todo conmovido, dando su negra mano a la Madre.
Ya tampoco era posible permanecer allí… Perseguida de muerte la Superiora de las Salesas y descubierto otra vez su refugio, urgía buscarle lugar más seguro. Por aquella noche fueron a pedir hospitalidad a los señores N., que la recibieron con los brazos abiertos, contentísima Doña María de tener a la Madre, siquiera una noche, en su casa, y mostrándose su esposo y sus hijos, buenísimos con ella y su compañera. Como tenían allí muy grave a la Madre Superiora del Monasterio de Manresa, dijeron al servicio que eran unas señoras que habían ido para velarla, quedando la pobre Madre, ya casi moribunda, tan contenta con su visita que no cesaba de dar gracias a Dios por este regalo que le hacía, pues apreciaba sobre manera a la Madre Muntadas.
No se desvistió aquella noche y llegada la mañana siguiente, se fue con su fiel provisora a una pensión del Paseo de Gracia; y al otro día a casa de su hermana Montserrat, quien, por haber estado muy amenazada de registro, no la había hecho ir antes con ella, gozando al fin unos días de paz, junto a esta hermana tan querida.
Para no comprometerla, ni ponerla en nuevos peligros, se ocultó su refugio a todas las hermanas, excepto a tres o cuatro, y sólo la provisora y la enfermera, que eran las que corrían por todo, fueron a verla para recibir sus órdenes y activar la marcha a Italia, en el cual brilló de un modo maravilloso la acción de la Providencia.
Fue de veras providencial lo que aconteció en lo tocante a la firma del pasaje colectivo, pues en un mismo día, lo firmaron el comité rojo, la Generalidad, el Gobierno Civil y el Consulado.
Eran las nueve de la noche cuando, fuera de sí de emoción y gratitud, fue la hermana provisora a dar cuenta de ello a la Madre, que le dijo: “Hermana mía, todo el día he estado en oración pidiéndole a Nuestro Señor que pudiéramos marchar todas juntas”. Cosa a la que, al parecer, ponían reparo en el Consulado.
Ya anteriormente, al preguntarle la misma hermana cómo debía encabezar los pasaportes, le había contestado sin titubear: “Religiosas de la Visitación de Santa María. Orden Francesa”. Mandando recado a todas las hermanas, la víspera del embarque, que por nada soltasen la palabra “Salesas”, lo que como veremos, las salvó de ser detenidas.
Como en un principio se hacía tan difícil el obtener pasaporte colectivo, y por otra parte se veía la Madre tan perseguida, se pensó en hacerla marchar sola con la hermana enfermera, pero siempre salieron impedimentos, de lo que se mostraba ella contentísima, por costarle mucho separarse de la comunidad, aunque fuera para poco tiempo.
También le propusieron varias veces que se quedasen algunas hermanas para vigilar el convento y lo relativo a sus intereses, pero se opuso ella resueltamente, respondiendo siempre: “Si yo me marcho, quiero llevarme a todas mis hijas”.
En fin, la víspera del embarque, mientras la hermana provisora estaba visitando los diversos grupos de hermanas, para darles las últimas instrucciones, los rojos fueron a hacer un registro de los gordos en la casa donde ésta se hospedaba, llevándose todo el dinero y las joyas de la señora, a la que amenazaron de muerte; y, habiendo entrado todos en el cuarto de la provisora no vieron ni los pasaportes ni el dinero que ella se había dejado encima del tocador… De verlos, la marcha se hubiera frustrado por completo.
Era el 10 de septiembre y, a las 8 de la mañana, ya se hallaban todas las hermanas de la comunidad en la explanada que hay frente a la Estación Marítima, rodeando a su querida Madre, que dulcemente les sonreía. ¡Con cuánto gusto la hubieran abrazado! Pero, no estaba aquello para demostraciones de cariño ni cosa que llamase la atención. Era de veras imponente el espectáculo que allí se ofrecía. Entre un vaivén continuo de rojos, que parecían demonios escapados del infierno, cientos y cientos de personas que estaban aguardando que se pudiera entrar en la Estación. Las Comunidades formaban grupos, sin un miserable bando o apoyo donde sentarse. En vista de ello varias hermanas formaron una especie de asiento con las maletas y bultos, para que pudiera descansar un poco la Madre y demás hermanas ancianitas y delicadas. Así permanecieron hasta las diez que entraron en la Estación, y allí las apreturas aumentaron… Más de novecientas religiosas se hallaban allí reunidas, expuestas a toda clase de burlas, improperios y amenazas, mientras las iban llamando por orden alfabético. Las Salesas eran de las últimas en la lista, y a duras penas pudieron encontrar una punta de banco donde hacer sentar a la Madre y a dos octogenarias, turnándose. Las demás todas de pie y como sardinas, hasta las seis y media de la tarde, en que les tocó el turno de pasar a la Aduana para los registros.
Fueron aquellas horas de verdadera agonía y muy peligrosas, pues los rojos estaban furiosos viendo tanta monja; y no querían dejarlas marchar; llegaron a tal extremo sus protestas y alboroto que el Cónsul de Italia y el Capitán del buque tuvieron que tomar cartas en el asunto, consiguiendo al fin que viniera una orden terminante de la Generalidad para que marcharan todas; entonces dijeron a gritos los rojos: “bueno, que marchen, pero ¡irán al agua!”
En medio de aquel infernal barullo, la Madre se mantenía tan serena y apacible que infundía confianza ilimitada en todas sus hijas con sólo mirarla. Tras larguísima espera oyeron varias hermanas a uno de los rojos, al parecer, jefe de aquella banda de forajidos, que dirigiéndose al que tenía las listas en la mano, le dijo: “si están las Salesas en la lista no las llames, que las detendremos y no las dejaremos marchar”. Más he aquí que tras de mas de dos horas de espera angustiosa, oyeron de pronto una voz que decía: “La Visitación de Santa María, Orden Francesa, -añadiendo en son de burla-, ¡de la Barceloneta…!” Con esto quedaron enteramente despistados los rojos que pretendían estorbar el embarque de las Salesas, y estas subieron al barco tranquilamente, y la Madre mezclada con ellas…
A las nueve se levantaron anclas, y muy pronto se halló el buque en alta mar. “¡Cómo respiramos entonces, dice una hermana, a pesar de la tristeza que sentíamos al dejar nuestra amada Barcelona envuelta en tantos horrores!... Como un rayo de esperanza apareció a lo lejos la dorada imagen de la Virgen de la Merced, y puesta en Ella toda nuestra confianza le encomendamos los seres queridos que allí quedaban sin saber si volveríamos a verlos más…”.
Hasta que no terminó la guerra civil no pudieron regresar. Años después fallecería en olor de santidad.