La Abadesa mártir de Escalona
Ocho y media de la noche del tres de marzo de mil ochocientos setenta y uno. La religiosa que atendía aquel día el torno de la Casa de Acogida de Pamplona escribe minuciosamente: “por el torno de esta Inclusa, se recibió una niña recién nacida, sin papel alguno, ni señal particular, por la que se la pudiera identificar… Venía envuelta en una camisa de percal, un pañal de estopilla de muletón, una mantilla de muletón blanco, una faja de tela blanca, un jubón de percal blanco, una cofia de lo mismo y una gorra de percal de color chocolate con puntos blancos, todas las prendas eran de buen uso”.
Así pues, el 4 de marzo de 1871 será bautizada la futura beata Sor María de San José, en la Capilla de la Casa Cuna, y a la que el capellán de la misma impuso el nombre de Josefa Ytóiz.
Dos días después del bautismo, y de acuerdo con la lista de espera de adopciones fue entregada a un matrimonio de Olagüe, los cuales no debieron cumplir muy bien su misión, porque a los siete la niña regresa a la Casa Cuna de Pamplona. Parece ser que Josefa no estaba satisfactoriamente atendida y se pidió al matrimonio de crianza que la devolviera. Ese mismo día fue entregada al matrimonio Matías Uganda de Iraizóz, con los cuales estaría hasta su partida a Escalona, esto es, durante trece años.
Recibió la confirmación el 27 de agosto de 1878.
En agosto de 1892, cuando Josefa contaba 23 años, en plena juventud, solicitó la entrada en el monasterio concepcionista de la Encarnación de Escalona, probablemente influyera la circunstancia de que en ese momento había ya algunas religiosas venidas de la Casa Cuna de Pamplona.
Josefa entró como religiosa de coro y sus padres adoptivos aportaron la correspondiente dote. El 29 de enero de 1894 emite la profesión temporal. Tres años después hizo su profesión solemne.
Escribe su biógrafo que “poseemos muy pocos datos sobre los años de Sor María de San José profesa y superiora de la comunidad durante muchos años”.
Sus contemporáneos dicen de ella que era una religiosa “alta, buena moza, corpulenta y pelirroja… sumamente sencilla, abierta, fácilmente accesible y cercana, confiada y cariñosa y cien por cien servicial”.
Los testigos también declaran que “sus diálogos resultaban sumamente amenos salpicados de numerosas ocurrencias. Sencillamente era una persona cuya convivencia resultaba una verdadera delicia”.
El padre capuchino Rainerio García de la Nava para su libro “Odisea Martirial de catorce concepcionistas” (2011) ha leído las cartas que la Abadesa dirige al superintendente de religiosas del Arzobispado de Toledo. En una de ellas expone la angustiosa situación pecuniaria por la que están pasando: “Una cosa le digo padre, y es que, cuando den alguna limosna, nos recuerde V.S. porque aquí en este rincón de Escalona estamos solas -aunque no de Dios- y no van a ser las limosnas solo para las de la ciudad, también somos de la diócesis, ¿no es verdad? ¡Cómo le hablo, padre! Nada, me parece estoy hablando con mi verdadero padre, con toda sencillez y confianza”.
En cuanto a su vida de fe, Sor Mª de San José se relaciona con Dios como se relacionaba con las personas, con una fe sin fisuras, absoluta, pero da a su trato con Dios la misma naturalidad, sinceridad y salidas espontáneas que con la gente.
En una de sus cartas hace alusión a la situación caótica de España. Lejos de deshacerse en lamentaciones, resalta la oración que deben hacer las almas buenas para que el Señor se apiade de los españoles, y termina con estas palabras propias de un alma de Dios:
“Aquí estamos, pide que te pide, a Dios Nuestro Señor que haga descender su misericordia al remedio del mal grande que pesa sobre esta nación. Nuestra Purísima Madre es la que lo tiene que arreglar porque es nuestra Madre y Madre de España”.
Finalmente, podemos decir una palabra sobre su relación con las religiosas como abadesa y como principal responsable de las cosas de la casa. Sor Mª de San José fue elegida trienio tras trienio, hasta sumar un total de veinticinco años. Calificaban las relaciones de “maternales”.
Conservamos por ultimo una anécdota muy reveladora de su preocupación por las religiosas. En la última encerrona que sufrieron antes de ser deportadas a Madrid, en la noche anterior al viaje, hicieron pasar a todos las religiosas por un tribunal improvisado en otro edificio distinto de la cárcel. Eran citadas por separado, en un último y diabólico intento de conseguir, con promesas falsas y amenazas, la renuncia de las monjas a su vida de consagradas. Las supervivientes recordaban con emoción, la imagen de la Abadesa de sufrimiento y nerviosismo atroces cuando las llamaban y, cada una de ellas se separaba del grupo y, sin embargo, como le brillaban los ojos de gozo cuando regresaban.