La que hoy conocemos como Santa Teresita, Teresa de Lisieux, era prácticamente una desconocida cuando falleció a los 24 años, en 1897. En dos décadas fueron millones quienes la conocieron, la tomaron por su guía y le encomendaron sus problemas más acuciantes. ¿Cómo fue posible que esta escondida monja carmelita llegara a tanta gente, lo que la llevaría a ser declarada santa en 1925 y a ser proclamada doctora de la Iglesia en 1997?
El primer paso fue la publicación de Historia de un alma. Poco después de su fallecimiento, se publicaba en 1898 esta obra, escrita por Santa Teresita por orden de su superiora, en aquel entonces la Madre Inés de Jesús (su hermana Paulina, a la que llamaba “madrecita”), y por petición de toda la comunidad del convento de Lisieux. Con Historia de un alma el mundo descubría un valiosísimo tesoro: el de la infancia espiritual, el de la confianza y el abandono en el amor misericordioso de Dios. Ayudó también a que Santa Teresita fuera conocida de tantos y tan rápidamente el juicio del Papa San Pío X, que la calificó como “la santa más grande de los tiempos modernos” (a pesar de su pequeñez, o mejor, precisamente por ella).
Pero aquellos años posteriores a la partida de Teresita a la casa del Padre no fueron precisamente años fáciles. En 1905 se aprobaba en Francia la Ley de separación de la Iglesia y el Estado que daría lugar, entre otros efectos, a la confiscación por parte de la República francesa de todas las propiedades de la Iglesia y a la retirada de cruces y crucifijos de las paredes de hospitales, escuelas y tribunales. La ofensiva laicista fue tan grande que Pío X condenó expresamente la ley en la encíclica Vehementer Nos.
Casi una década después se desataba la Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra que iba a traer a Europa una devastación y muerte como nunca se habían visto, acorde a su carácter moderno, industrial y totalizante. Ante la magnitud de la guerra, los anticlericales que gobernaban Francia se dieron una tregua y apelaron a lo que llamaron la “union sacrée”, una especie de tregua que apelaba al patriotismo de los católicos para cesar toda oposición al gobierno y lanzarse a la carnicería de la guerra de trincheras, dejando de lado las exacciones cometidas por la República francesa contra la Iglesia. A cambio, el régimen republicano autorizaba la presencia de capellanes católicos en las unidades militares francesas e incluso el empleo de enseñas con símbolos católicos.
Esta movilización del clero, acompañando a las tropas francesas en el frente, fue clave para que la devoción a Santa Teresita llegase a millones de soldados, primero, y a sus familias después. Fueron muchos los sacerdotes que, entusiasmados por el mensaje de Teresa de Lisieux, la dieron a conocer entre los hombres a su cargo. De palabra, pero también con estampas de la entonces venerable, acompañadas de una oración, que muchos soldados llevaban en su chaleco: ¡entre 1914 y 1920 se imprimieron 22 millones de estas estampas!
Los « poilus » (peludos), nombre con el que se conocía a los soldados de infantería franceses que, procedentes del ámbito rural, llevaban los generosos bigotes y barbas de uso generalizado en aquel entonces en el campo, se acogieron masivamente a la protección de Santa Teresita y empezaron a enviar cartas de agradecimiento al Carmelo de Lisieux, donde de unas pocas decenas al día, pasaron pronto a contarse por centenares, alcanzando las 800 cartas diarias. Curiosamente, la devoción se extendió tanto que pasó al otro lado del frente y se empezaron a recibir en Lisieux también cartas de agradecimiento de soldados alemanes, las únicas que pasaban la censura militar. Y de las estampas, a las medallas: una rareza, pues en respuesta a las constantes peticiones de los soldados, Roma permitió que se acuñaran medallas de Teresita antes de su beatificación.
Como decíamos, la devoción pasó de los soldados a sus familias de un modo muy natural: con los primeros permisos, tras compartir con los familiares la experiencia de estar bajo el cuidado de Teresa, son muchos, poilus acompañados por sus familias, quienes llegaron hasta Lisieux para rezar junto a su tumba, agradecerle las gracias recibidas y pedirle protección. Muchos de los que habían salvado la vida ofrecían exvotos, principalmente acciones de gracias inscritas en placas de mármol, que fueron tan numerosas que acabaron utilizándose en los cimientos de la futura basílica dedicada a Santa Teresita en Lisieux.
También llevaban medallas de guerra, trozos de paracaídas, proyectiles… aunque están documentados casos excepcionales: un soldado que sufrió un ataque con gas mostaza durante la noche le explicó a su esposa cómo había visto a una monja ponerle un velo en la cara mientras dormía. Fue el único en la trinchera que escapó con vida del ataque. El matrimonio decidió vender sus ovejas para comprar un diamante, que fue incrustado en la llave del sagrario de la basílica de Lisieux.
La página web de los archivos del Carmelo de Lisieux nos ofrece amplia documentación sobre este impresionante fenómeno. Allí podemos encontrar el texto de algunas de las miles de cartas recibidas en el Carmelo. Como la del cabo Charles Gérard, de febrero de 1916, en la que se lee: “Sacado de las profundidades del abismo de la incredulidad, estoy llegando lentamente a la fe. Vivía en mi indigencia cuando un día me encontré con la Historia de un Alma que me prestó el cura de nuestro campamento y leí en ella que hay un camino, una alegría, que se llama santa alegría y que los sencillos la seguirán y no se extraviarán”.
Otra iniciativa de los soldados franceses va a jugar un papel importante en la extensión de la devoción a Santa Teresita. Se trata de las “Súplicas”, cartas que incluyen peticiones formales de que la santidad de Teresa sea reconocida y relatos personales sobre la propia situación y las gracias recibidas su intercesión. El impulsor de esta iniciativa, Pierre Mestre, tras entregar muchas de estas súplicas al Papa Benedicto XV, le escribe a la Madre Inés de Jesús que “el Papa se ha conmovido mucho por estas peticiones y desearía que se generalizaran en todo el ejército francés".
En aquellos tiempos se exigía un período de espera de cincuenta años después de la muerte para abrir un proceso de canonización, pero el Papa Benedicto XV, realmente impresionado por esta ola de fervor, decidió eximir a Teresa de ese período. El 14 de agosto de 1921 se promulgó el decreto sobre sus virtudes heroicas, que llevaría hasta su beatificación en 1923 y su canonización en 1925, ambas bajo Pío XI, quien no duda en llamarla la "estrella de su pontificado". Una estrella que desde entonces no ha dejado de iluminar a tantísimos que han acudido a ella y que gracias a Santa Teresita han descubierto ese caminito que lleva al cielo a todos aquellos que se hacen niños.