En el marco de unos ejercicios espirituales a sacerdotes de Comunión y Liberación, en Collevalenza (1986), el entonces cardenal, y prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe, Joseph Ratzinger, afrontó unas meditaciones filosóficas o tratados de Josef Pieper sobre “Amar, esperar, creer” como si fueran un libro de texto, intentando unir filosofía, teología y espiritualidad en forma de exposiciones orales, añadiendo dos homilías predicadas en el verano de 1988 en Chile.
Este texto vio la luz en 1989 en Herder y en Edicep. Ahora se presenta, de nuevo, en Ediciones Encuentro, con el mismo título: “Mirar a Cristo. Ejercicios de Fe, Esperanza y Caridad”.
Esta aportación tuvo, y tiene, como finalidad, según su autor: “servir como nueva iniciación a aquellas actitudes fundamentales en las que la existencia del hombre se abre a Dios, convirtiéndose así en una existencia totalmente humana”, dado que la unión mencionada de filosofía, teología y espiritualidad podía ser fecunda y ofrecer nuevos puntos de vista.
Se plantean estas reflexiones desde un punto de vista no teórico, sino para ejercitarse en la existencia cristiana, siendo la fe el acto fundamental de la misma. Así se cuestiona en la primera parte dedicada a la Fe: ¿la fe es una actitud digna de un hombre moderno y maduro?, ¿supone el agnosticismo una vía de salida?, ¿qué tipo de certeza podemos esperar a la cuestión de Dios?, ¿y todo esto cómo ocurre?...
En la parte dedicada a la Esperanza reflexiona de forma contrastada esencial sobre el optimismo moderno (ideológico) y la esperanza cristiana de mano de Ernst Bloch, para quien el “principio esperanza” es la figura especulativa central. Tres ejemplos bíblicos ilustran esta distinción: el profeta Jeremías, el Apocalipsis de San Juan y el Sermón de la Montaña. Termina esta meditación con dos breves consideraciones: una predicación de Adviento de San Buenaventura, y una intuición de santo Tomás de Aquino: “la oración es la interpretación de la esperanza”.
La última parte dedicada a la esperanza y amor conjuntamente, las considera juntas en el espejo de su contraria, la pereza del corazón (acedia) y sus hijas: indolencia frente a todo lo que resulta necesario para la salvación, la pusilanimidad y la malicia voluntaria u odio a Dios. Termina afrontando qué es el amor y la relación que hay entre el amor natural y el sobrenatural. También se cuestiona si puede existir el amor de uno mismo y cómo se debe entender.
En el epílogo, al final del libro, se recogen las dos homilías breves que ya mencionamos. La primera es sobre Lc 10, 25-37 “¿Qué tengo que hacer para heredar vida eterna?”. Es decir: ¿Cómo podemos vivir rectamente y qué debo hacer para que mi ser de hombre llegue a su realización? La segunda, con ocasión de la festividad de San Enrique, emperador: “La mirada pura y el buen camino”, en la que nos invita a pensar en cómo poner el poder al servicio de la verdad y del bien, reconociendo el poder como deber de servicio, y preguntándonos ¿acaso es justo Dios en sus dones? ¿Por qué da a uno tanto y a otro tan poco? ¿Por qué para uno todo se convierte en una carga pesada y para otro todo parece que le sea favorable?