Puedo afirmar con emoción que me encontré con el Señor a los 18 años. Desde aquella época dorada ya han pasado bastantes aguaceros y días de sol; miro atrás y me descubro con una sonrisa tonta pintada en la cara pensando en aquellos años, ¡Qué regalazo que el Señor me encontrara tan pronto, cuán agradecida me siento!
Es inevitable pensar en tantas personas con las cuales me he cruzado en estos caminos, en retiros, evangelizaciones, grupos de oración, cursos de formación, conciertos, pascuas juveniles, efusiones, campamentos, peregrinaciones, viajes, Alphas… Se me cruzan por la cabeza muchísimas caras, algunas que permanecen en mi vida y otras que hace años que no veo ni siquiera por las redes sociales.
No puedo evitar pensar en quiénes siguen en el Señor, y en quiénes aparentemente se han apartado de sus caminos, se han alejado o viven una fe fría. He visto a hermanos tener experiencias espectaculares del Espíritu Santo, hermosos encontronazos con Dios, muchos de ellos recibiendo y desarrollando dones y carismas extraordinarios. También he sido testigo de cómo, poco a poco o de golpe, a muchos se les fue apagando ese fuego y esa pasión. Puede que las carreras, los trabajos, los matrimonios, los hijos, los intereses, los afanes, las circunstancias, la vida… ¡Qué sé yo! Pero hoy, al parecer solo quedan rescoldos tibios de lo que una vez ardió.
Yo no quiero analizar los porqué, ni juzgar si tenían una gran fe o una pequeña, ni si sus encuentros con Cristo fueron auténticos o falsos. Lo que quiero es RECORDAR-TE, que “los dones y la llamada de Dios son irrevocables” (Rom.11,29)
Si alguna vez te sentiste llamado, si viviste ese toque especial de Dios en tu vida, si incluso dedicaste parte de tu vida a servirle y pudiste experimentar cómo eras usado por Él, y quizás sin darte cuenta, por las razones que sean, esa gracia fue pasando o extinguiéndose, hoy es un buen día para volver la mirada atrás y recordar, no con la mente sino con el corazón, la llamada que recibiste, y el Sí que le diste a Jesús.
Jamás olvidaré el día en el cual me encontré con el Señor, o mejor dicho que Él me encontró. Jamás olvidaré esa mirada que me traspasó, aquellos ojos que para mi sorpresa no me acusaban sino que me amaban, comprendiéndome, aceptándome, perdonándome.
Esa mirada no ha cambiado, esos ojos llenos de misericordia, hoy me-te recuerdan aquella invitación: “Ven y sígueme”. Nada de lo que hayamos hecho puede cancelar la invitación.
¿Hasta dónde llega la misericordia de nuestro Dios? Llega hasta lo más profundo del hoyo en el que nos hayamos metido.
Aquella noche oscura y triste, cuando Pedro niega a Jesús tres veces, se encuentra con su mirada. No puedo imaginar una mirada distinta a aquella con la que él que me miró a mí. Una mirada que dice: “entiendo tu debilidad y tu miedo, perdono tu pecado y te confirmo mi amor”.
“Muchos son los llamados, pocos los elegidos” (Mt. 22, 14).
Los elegidos no son los más santos, los que nunca caen, los fieles. ¡No!, los elegidos son los que han dado un Sí que se renueva cada vez que caemos, cada vez que dudamos, cada vez que nos alejamos. Los elegidos son los que saben navegar entre la fe y la duda.
Busca tu Sí, recuérdalo, recupéralo; pide al Espíritu Santo que te de las fuerzas y vuelve a presentarlo delante del Señor, porque la llamada sigue vigente y los dones esperando por ti.
¡Todavía no es tarde para volver a la casa de nuestro Padre y vestirnos de fiesta!
“Padre mío, he pecado contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme tu hijo.” Pero el padre ordenó a sus criados: “Sacad pronto la mejor ropa y vestidlo; poned un anillo en su dedo y sandalias en los pies. Traed el becerro más gordo y matadlo. ¡Vamos a celebrar con un banquete! Porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos encontrado.” Y Comenzaron la fiesta. (Lc 15, 21-24)