Es una frase de mi admirado Sandy Millar, el hoy obispo anglicano quien durante muchos años fue párroco de HTB: la intensidad no es un fruto del Espíritu Santo.
Recuerdo la primera vez que Cristy asistió a una conferencia de Alpha en HTB. En un momento dado dijeron: "Y ahora, vamos a invocar al ES". Y el orador simplemente dijo: "Ven Espíritu Santo"… y se quedó esperando a que viniera. El silencio en la iglesia estaba cargado de expectación y de relax. Nadie se puso a recitar oraciones, lanzar glorias y aleluyas, ni a tratar de convencer al Espíritu Santo de por qué tenía que venir. Simplemente, se le invocó y se esperó su presencia…. y vino. Para sorpresa de mi esposa, acostumbrada entonces a entornos de alto voltaje carismático donde la algarabía se mezcla con la devoción, y se estilan las largas oraciones y expansivos gestos, el Espíritu vino con la misma intensidad de siempre a sanar los cuerpos y los corazones, dar palabras de ánimo, llenar con su presencia y cumplir su labor de hacernos presente a Jesucristo. Como las bombillas de hoy en día que tanta energía ahorran, vino con la misma luz habitual, pero consumiendo un número infinitamente menor de vatios.
Esto de la intensidad no es patrimonio de un solo grupo de iglesia, ni de un tipo de oración o celebración. Oraciones demasiado largas, reuniones interminables, itinerarios intrincados, homilías extraterrestres innecesariamente extensas… por alguna razón nos gusta complicar lo que es sencillo y muchas veces pecamos de intensidad de la mala, la que nos hace unos cansinos, repetitivos, arrulla-abuelas y espanta-jóvenes.
Es la intensidad lo que añade peso y duración a las cosas, como si estas dependieran de nosotros, y nos hace salir de Misa o bien aburridos por el hastío, o bien alterados por la crítica ante la impaciencia generada por la saturación macerada a lo largo de los años.
Y la cuestión no es la duración de las cosas, se trata de algo mucho más sutil que eso. A veces he disfrutado asistiendo a misas de más de dos horas cuando hay otras que sin llegar a una hora son capaces de poner a prueba la paciencia y la fe del más pintado.
En el fondo, prolongamos hasta la extenuación las cosas, añadimos pesos, rehogamos las cosas con nuestro añadido personal y nos aseguramos de recordarle a Dios lo que tiene que hacer según sus promesas, porque nos falta fe en su acción poderosa y eficaz.
Bien lo sabía aquel centurión romano: con Jesucristo, basta una sola palabra para que el criado quede sano —como bien intuyó— y si Dios lo quiere, no hace falta ni que se pase físicamente por la casa (Mt 8, 8).
Si creemos en lo que hacemos cuando invocamos a Dios, basta una palabra. Si confiamos en sus promesas, basta con llamarlo y esperar en Él a que venga. Si profesamos la fe en el Señor y su palabra, basta con esperar que Él vendrá y nos salvará.
Para mí, la intensidad la tiene que poner Dios, no nosotros; y es la consecuencia de su acción poderosa, no la causa… la intensidad en nosotros no es un fruto del Espíritu Santo, sino más bien un signo de que se está forzando la máquina.
Nuestra labor es dar a cada cosa su tiempo y su lugar, y disfrutar lo que hacemos, desde los momentos de oración hasta las reuniones, sabiendo que el Reino de los Cielos es de los que son como niños.