Publicamos a continuación la homilía que S.E. el cardenal Giovanni Angelo Becciu, Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos que pronunció el 10 de noviembre de 2018 en la basílica de la Sagrada Familia en Barcelona durante la santa misa de beatificación de Teodoro Illera Del Olmo, sacerdote profeso de la Congregación de San Pedro ad Vincula y 15 compañeros mártires, asesinados durante la persecución religiosa en España en los años 1936-37.
¿Quién nos separará del amor de Cristo? (Rom 8,35)
Queridos hermanos y hermanas,
Esta es la pregunta que se hace el Apóstol en su carta a los cristianos de Roma. Tenía entonces delante de sus ojos los sufrimientos y las persecuciones de la primera generación de discípulos, testigos de Cristo. Palabras como tribulación, angustia, hambre, desnudez, peligro, persecución, suplicio, sacrificio como a ovejas de matanza (v. 36) describían una realidad de sufrimiento y de martirio, que se convertiría más tarde en la experiencia de aquellos que se habían unido a Cristo y que habían acogido su amor con fe. Y hoy la Iglesia en Barcelona, contemplando a los beatos Teodoro Illera del Olmo y a los quince compañeros mártires, se pregunta también ¿quién nos separará del amor de Cristo?
San Pablo se apresura a dar una respuesta cierta a esta pregunta: nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor (v. 39), nada, ni siquiera la muerte, ni las fuerzas misteriosas del mundo, ni el porvenir, ni ninguna criatura (cfr. vv. 38-39). Puesto que Dios ha enviado al mundo a su Hijo único y este Hijo ha dado su vida por nosotros, un amor así no puede extinguirse. Es más fuerte que cualquier cosa y guarda para la vida eterna a aquellos que han amado a Dios hasta el punto de dar su vida por él. La gloria de los mártires permanece mientras que los regímenes de persecución pasan. Estos Beatos, hombres y mujeres, consagrados y laicos, a los que quitaron la vida en diversos lugares, fechas y circunstancias, estos ¡son hermanos nuestros!
Los trece religiosos pertenecen a tres diversos Institutos: la Congregación de San Pedro ad Vincula, la Congregación de las Hermanas Capuchinas de la Madre del Divino Pastor y la Congregación de las Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones. Dentro de lo específico de los respectivos carismas y de sus distintas perspectivas apostólicas, estos testigos de la fe han vivido con generosidad y coraje los valores de la vida religiosa, lo que provocó el ensañamiento de sus perseguidores, decididos a destruir la Iglesia en España.
Los tres fieles laicos, a los que mataron en La Rabassada, vivieron coherentemente su vocación cristiana a la caridad, convirtiéndose en apóstoles de la ayuda fraterna y hospitalidad diligente con los religiosos de la Congregación de San Pedro ad Vincula, y fueron por eso asociados a ellos en la misma condena a muerte. Estas hermanas y hermanos nuestros, nos dicen hoy: Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado (Rom 8, 37).
Esta es la victoria, que ellos obtuvieron en aquel tiempo, un tiempo caracterizado por un clima de persecución de aquellos que se declaraban miembros de la Iglesia católica, fueran consagrados o fieles laicos. Los nuevos beatos eran fieles a la Iglesia y por eso sembraban el bien tanto en las parroquias, como en los colegios donde enseñaban o en tantas otras actividades que ejercían según su condición. En el momento supremo de su existencia, cuando debían confesar la propia fe, no tuvieron miedo: aceptaron la muerte, ya que no negaron su identidad como religiosos, religiosas o laicos comprometidos. El motivo por el que los mataron fue únicamente religioso, determinado por el odio de los opresores hacia la fe y la Iglesia católica, puesta en el punto de mira en aquel contexto histórico de las persecuciones religiosas de la primera mitad del siglo XX en España. El odio hacia la Iglesia prevaleció y oprimió la dignidad humana y los principios de libertad y de democracia.
A pesar de este clima de intolerancia y de persecución a los cristianos, el beato Teodoro Illera del Olmo y los 15 compañeros mártires estaban decididos a permanecer fieles - con riesgo de su vida - a todo lo que la fe les exigía. Siendo conscientes del peligro que les amenazaba, no se echaron atrás y vivieron la detención y la muerte con una gran confianza en Dios y en la vida eterna. Imitaron así a los siete hermanos macabeos mártires y a su madre, como hemos escuchado en la primera lectura, que soportaba con entereza, esperando en el Señor (2Mac 7,20).
En lo Beatos que celebramos hoy, cuya vida fue sellada con el martirio in odium fidei, la Iglesia reconoce un modelo a imitar, para que los creyentes de todos los tiempos caminen más derechamente hacia aquella Jerusalén celeste donde ellos ya habitan.
La comparación de Jesús, que hemos escuchado en el Evangelio, sintetiza bien sus vidas: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto (Jn. 12,24). Para producir fruto, el grano de trigo debe morir. Estos hermanos y hermanas nuestras, que hoy han sido proclamados Beatos, en todas sus decisiones fueron ese “grano”, porque aceptaron morir un poco cada vez, en el gastarse cotidiano al servicio del Evangelio, hasta el heroico gesto final.
La fecundidad de cada anuncio y de cada servicio en la Iglesia se mide por la disponibilidad para ser grano de trigo caído en la tierra, como Jesús, que produjo mucho fruto al morir. Como la caída en la tierra es la condición de la fecundidad del grano de trigo, así Jesús muriendo, levantado sobre la tierra, atrae toda la humanidad al Padre.
También hoy, en esta sociedad fragmentada, marcada por las divisiones y la cerrazón, el que quiere crecer y ser útil al prójimo está llamado a dar testimonio de la lógica del grano de trigo. Los que quieran hacer fecunda la propia vida, deben tomar decisiones en la lógica de un compromiso que requiere sacrificio, sin excluir el sacrificio de su propia vida. El sentido de la fecundidad del sacrificio de nosotros mismos, por el bien de la colectividad, nos lo explica Jesús, que advierte: el que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna (v. 25).
El camino recorrido por el divino Maestro es el mismo que debe recorrer cada discípulo. Jesús no nos pide perder la vida material para tener la vida espiritual; más bien vivir nuestra existencia, no para la conservación y apego a nosotros mismos, sino en el don y en el amor hacia los otros. Solo el que se da totalmente por amor lleva fruto y se abre a la verdadera vida. El que quiera servirme, que me siga (v. 26) nos recuerda Jesús. El servicio es el verdadero camino para seguirle. Solo quien es capaz de servir puede afirmar que se encuentra en el camino que Jesús está recorriendo y que es su discípulo.
La beatificación de hoy es una nueva etapa para la Iglesia en Barcelona, para las familias religiosas y para las parroquias a las que pertenecían los nuevos Beatos. Es para todos vosotros un motivo de profunda alegría saber que están junto a Dios aquellos que formaban parte de vuestras comunidades, poder admirar la fe y la valentía de estos hermanos y hermanas. Pero estos mártires nos invitan además a pensar en la multitud de creyentes que en el mundo también hoy sufren persecución, a escondidas, de modo lacerante, porque llevan consigo la falta de libertad religiosa, la imposibilidad de defenderse, la reclusión, la muerte civil: la prueba que soportan tiene puntos en común con la que pasaron nuestros nuevos Beatos.
Por último, debemos pedir para nosotros mismos la valentía de la fe, de la completa fidelidad a Jesucristo, a su Iglesia, tanto en el momento de la prueba como en la vida cotidiana. Nuestro mundo, con demasiada frecuencia indiferente o inconsciente, espera de los discípulos de Cristo un testimonio inequívoco, como el de los mártires que hoy celebramos. ¡Jesucristo está vivo!: la oración y la Eucaristía son esenciales para que vivamos de su propia vida; nuestro cariño a la Iglesia es una sola cosa con nuestra fe; la unidad fraterna es la señal por excelencia del cristiano; la verdadera justicia, la pureza, el amor, el perdón y la paz son frutos del Espíritu de Jesús; al ardor misionero forma parte de este testimonio; no podemos tener escondida la lámpara encendida de nuestra fe.
Estos nuevos Beatos, en cuanto mártires, anunciaron el Evangelio entregando la vida por amor: con la fuerza de sus sufrimientos, ellos son el signo de aquel amor más grande que reúne en sí todo lo valioso. Constituyen también una denuncia silenciosa, pero más elocuente que ninguna otra, de la discriminación, del racismo y de los abusos contra la libertad religiosa, que como ha comentado recientemente el Santo Padre Francisco “es un bien supremo que se debe tutelar, un derecho fundamental, baluarte contra las pretensiones totalitarias” (Discurso a la delegación de Rabinos del Cáucaso, 5 de noviembre de 2018). Con la fidelidad con la que supieron ser heroicos, nos enseñan a buscar incesantemente la voluntad de Dios en el cumplimiento de nuestros deberes cotidianos.
Ellos son un testimonio vivo de cómo, en medio de las tribulaciones y de la hostilidad, el discípulo de Cristo está llamado a conservar la paciencia y la mansedumbre, unidas a la capacidad de perdonar, como Cristo en la cruz.
¡Que esta beatificación reavive así nuestra fe, nuestro testimonio cristiano, nuestra vida! Para nosotros se escriben hoy, con la sangre de nuestros mártires, las palabras inspiradas del salmista: Bendigo al Señor en todo momento... Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias (Sal 34). Que sea así para nosotros. Por esto invoquemos la intercesión de los nuevos Beatos y repitamos juntos:
¡Beato Teodoro Illera del Olmo y los quince compañeros mártires, rogad por nosotros!