La película de culto de 1986, de género fantástico, protagonizada por el polifacético David Bowie y una jovencísima Jennifer Conelly, me sirve de inspiración para escribir estas líneas.

Y es que a veces la vida se convierte en un verdadero laberinto. Es más, casi siempre estamos metidos en alguno. Un laberinto es una sucesión de caminos, pasillos y muros que no parecen tener salida. No sabemos muy bien cómo hemos llegado, pero lo cierto, es que ahí estamos. Un día nos despertamos como de un sueño y aparecemos en un lugar insólito e irreconocible. Desorientados, abrumados, bloqueados. Las circunstancias nos superan. Todo es un lío o una opresión. Quizás no sea más que una forma de ver las cosas y, en realidad, no ha pasado nada extraordinario o realmente sí ha pasado algo traumático. Da igual. La soledad, la impotencia y la desesperanza se adentran en nuestro ánimo con fuerza. Intentamos serenarnos y buscar soluciones. Oteamos el horizonte en busca de esperanza o repasamos el pasado intentado reconocer errores y causas que justifiquen nuestra actual situación. Achacamos el presente a culpas propias y ajenas, a malos entendidos o malas decisiones, a elecciones irreflexivas o falta de opciones. La cuestión es encontrar un punto de partida desde el que reiniciar el camino. Pero después de dar un par de vueltas con un mínimo de energía, nos detenemos en una nueva encrucijada, dándonos cuenta de que apenas hemos avanzado y la impotencia y la tristeza amenazan desde la próxima esquina.

Miramos al cielo en busca de aire pero el laberinto nos oprime y se cierne sobre nosotros. Las preguntas de siempre se acumulan en nuestra mente: ¿qué has hecho para merecer esto? ¿Por qué a ti? ¿qué se supone que se espera de ti? ¿qué quiere Dios, la vida, los astros de ti? ¿porqué te pasa esto a ti con lo buena persona que eres, que nunca haces mal a nadie? No nos sentimos comprendidos ni apoyados. Parece que a nadie le importamos y nos sentimos abandonados. Es que no le importamos ni a Dios. Esa idea de un Dios que creó el universo y se echó la siesta olvidando su creación, nos parece más plausible que nunca.

Aún así miramos al cielo y preguntamos cuántas velas hay que poner al santo para que nos haga caso. Y cuántas oraciones o novenas tenemos que hacer para salir del laberinto. Y no obtenemos respuesta. Y nuestras oraciones se pierden en el cielo lejano y sordo.

Y nos preguntamos si hay algo que se nos escapa y escudriñamos las paredes y los muros, los pasillos y las esquinas buscando una pista que nos oriente y que nos anime. Y buscamos la solución en la psicología o en la suerte, en la evasión o en otras personas que nos vengan a salvar. Y nos damos cuenta de una auténtica verdad: estamos solos. Desamparados y aislados. El laberinto se vuelve entonces una cárcel infranqueable…

El laberinto solo se puede calibrar desde arriba y a posteriori. Esto quiere decir que solo podemos entenderlo desde la distancia que da el tiempo. Mientras uno deambula entre sus calles no entiende nada y su mente se bloquea con facilidad. Es sólo cuando todo pasa y con un tiempo prudencial de por medio, cuando adquiere su verdadero significado y dimensión.
A lo largo de la historia de la salvación aparecen muchos personajes enredados en laberintos vitales que pueden arrojar alguna luz sobre el tema. Así nos encontramos, al principio, a Abraham atado a esa gran promesa que aquel Dios desconocido le había hecho sobre su descendencia. En ese dar cumplimiento a sus anhelos, él mismo se mete en un laberinto de celos, tensiones e injusticias familiares, al tener un hijo con su esclava. Abraham es aleccionado en la paciencia, en la esperanza y en confiar en un Dios que tarde o temprano, cumple sus promesas. Jacob se encuentra sin salida en el valle de Yaboc, con su hermano Esaú esperando ajustar cuentas al amanecer, después de largos años de enredos con su suegro Labán para conseguir a Rebeca, purificando su excesiva ambición y su seguridad en sí mismo. José va del pozo a la cárcel por envidias e injusticias, aprendiendo a ser fiel en la oscuridad, a confiar en la divina Providencia y a perdonar todo mal. Moisés se encuentra entre un mar infranqueable, un enemigo amado, un pueblo infiel y protestón y un Dios exigente. Todo un puzzle que va encajando a lo largo de cuarenta años dando vueltas sobre las mismas lecciones. Gedeón se vio abocado a una campaña contra su enemigo con las mínimas fuerzas posibles, para que comprendiera que no está la victoria sino en las manos de Dios. Sansón se encuentra sumido en el laberinto que ha propiciado su excesiva vanidad, hasta que usa su Don para gloria de Dios y no para sí mismo. David se mete en el laberinto de sus propias pasiones, hasta que pierde a su hijo cómo justa paga del adulterio y el asesinato, aprendiendo a ser justo y humilde. El gran profeta Elías, a pesar de su gran poder, debe esconderse en una cueva huyendo de la perversa Jezabel, aprendiendo a vivir en la debilidad. En la deportación a Babilonia, el pueblo aprende a valorar lo perdido. Del laberinto del exilio saldrá un resto fiel y decidido. Ya en el nuevo testamento, a José le envuelve el laberinto misterioso de la fecundidad de María, que resuelve confiando en los mensajes del ángel. Nicodemo se enfrenta al laberinto teológico-existencial que le propone Jesús de nacer de nuevo. Juan el Bautista no sale de su laberinto sino con la cabeza en la bandeja, siendo fiel hasta la muerte a su vocación de profeta de la verdad. Pedro se enreda entre su sincero amor por el maestro y su cobardía, del que solo saldrá admitiendo la fragilidad de su amor. El mismo Pablo encuentra continuos y peligrosos laberintos en la predicación, pero todo lo puede en aquel que le conforta. Para María su vida y la de su hijo son un enigma que la supera, pero todo lo guardaba en su corazón esperando el momento de comprenderlo en su totalidad. Para el mismo Jesús, su destino es un laberinto que terminará irremediablemente en la muerte, al enemistarse con todos los poderes fácticos de su tiempo. De hecho, él es la solución del Padre al laberinto en el que se encontraba un género humano eternamente condenado al pecado. Jesucristo es, pues, la salida a todos nuestros laberintos.

Pero la salida no está hacia afuera sino hacia adentro. La salida está en el centro del laberinto. No hay que escapar de él sino adentrarnos y buscar en el corazón. Allí encontraremos a Cristo y la cruz. Y allí podemos sincerarnos, admitir nuestros fallos, confesar nuestros pecados, sanar nuestras heridas y reconciliarnos con nuestra vida. Aceptar nuestra incapacidad para salir del laberinto, rendirnos y confiar solo en Dios. Y sólo así, algún día, cuando Dios quiera, las paredes del laberinto se vendrán abajo y seremos libres y estaremos listos… Para meternos en otro enredo.

“Considerad como un gran gozo, hermanos míos, el estar rodeados por toda clase de pruebas, sabiendo que la calidad probada de vuestra fe produce la paciencia en el sufrimiento; […]¡Feliz el hombre que soporta la prueba! Superada la prueba, recibirá la corona de la vida que ha prometido el Señor a los que le aman” (Santiago 1,2-3.12)