Las declaraciones del cardenal Müller, ex prefecto de Doctrina de la Fe, animando a los sacerdotes de la diócesis alemana de Münster, a que hagan objeción de conciencia ante su obispo, el cual les habría mandado dar la comunión también a los protestantes, abre un nuevo capítulo en la reciente y convulsa historia de la Iglesia.
La objeción de conciencia ha estado presente entre los cristianos desde nuestros orígenes. La llevamos a la práctica ante los emperadores romanos y después ante todos los tiranos que han pretendido ocupar el lugar de Dios, mandándonos algo que no podíamos hacer sin traicionar a Jesucristo. Hemos pagado el precio de la sangre por ello. Nuestra historia está llena de mártires, que van desde las jóvenes inocentes como Santa Cecilia o Santa Inés, a los ancianos como San Ignacio de Antioquía, pasando por Papas, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y una multitud incontable de laicos. Estos mártires son de los primeros siglos y también de nuestros días. No podemos olvidar a San Maximiliano Kolbe, a los cristeros mexicanos o a las víctimas del socialismo y del comunismo en España durante la guerra civil. Hay martirios que no son rojos, sino blancos; es decir, que no implican derramamiento de sangre, pero llevan consigo la pérdida del puesto de trabajo, el ostracismo social o la emigración forzada. En todos esos casos, sin embargo, hay algo en común: los cristianos han hecho y hacen objeción de conciencia contra los poderes del mundo, bien sea porque éstos les mandaban echar incienso ante la estatua del emperador, bien porque les obligaban a realizar abortos.
La novedad, la terrible novedad, es que ahora un cardenal pide a los sacerdotes que hagan esa objeción de conciencia ante su propio obispo y que la hagan para defender lo más sagrado que tiene un sacerdote: la Eucaristía. “Es estrictamente inadmisible negar la sagrada comunión” a los protestantes, ha dicho el obispo, aunque ha matizado que eso sólo se aplicará en algunos casos, previo el consabido y permisivo discernimiento. Un obispo, y no es el único, obliga a sus sacerdotes a hacer algo contra su conciencia -habrá muchos sacerdotes que estén encantados y completamente de acuerdo, pero otros no- y les obliga a ser cómplices de la profanación de la Eucaristía nada menos. No se sabe aún cuántos no obedecerán y qué castigo les espera a los que no obedezcan. Cuando menos serán acusados de promover el cisma en la Iglesia, precisamente ellos que buscan ser fieles a la doctrina de dos mil años y a las Escrituras. ¿Llegarán al extremo de reducirlos al estado laical o de suspenderlos “a divinis”? No sabemos aún, pero lo sabremos. Y, por supuesto, no es el único caso en que la conciencia se ve violentada; aunque para muchos curas dar la comunión a los divorciados vueltos a casar sin nulidad matrimonial sea ya algo habitual, para otros sigue suponiendo una barrera que no pueden cruzar. Y también a éstos les está cayendo ya encima, de un modo u otro, la persecución.
Esta situación se explica por sí misma: Obispos que obligan a sus curas a hacer cosas contra su conciencia y que amenazan con castigos a los que desobedezcan. A esto hemos llegado, aunque no era difícil prever que a esto se llegaría. Mientras nos fuerzan a fijarnos en las terribles consecuencias de la pederastia, se extiende por la Iglesia, como un cáncer, no sólo una herejía que desprecia la presencia real del Señor en la Eucaristía, en nombre de la misericordia, sino que además está decidida a castigar e incluso expulsar a los que no se sometan a ella.
Sólo cabe decirles a los que son víctimas de esta persecución que miren al ejército de los mártires de todos los tiempos. Los tiranos han terminado por caer y la verdad ha prevalecido. Hay que pedir al Dios de la verdadera misericordia que nos dé fuerzas para ser fieles y que no permita que el rencor anide en nuestro corazón. Como dijo Nuestro Señor, el primer mártir, antes de morir en la Cruz: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”.