“El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre.” (Mc 3, 35)
Jesús aprovecha la ocasión de que han ido a buscarle su Madre y sus parientes más próximos -sus primos- para hacer una maravillosa catequesis acerca de las relaciones que podemos tener con Él. Ninguna relación más cercana, más íntima que la de la maternidad o la de la fraternidad. Pues bien, esto que es posible de por sí sólo a través de los vínculos de sangre y que no es posible ni reclamar ni modificar, se vuelve posible a través de otro vínculo, éste sí accesible a cualquiera: hacer la voluntad de Dios, transformar la propia vida en una aceptación dócil de lo que Dios quiera pedirnos.
No es una escena, como algunos han querido interpretar, que minusvalore la figura de María. Al contrario. Ella es doblemente madre. Lo es desde el punto de vista natural -es la única Madre de Dios- y lo es desde el punto de vista espiritual, pues fue siempre la “esclava del Señor” que hizo en cada momento de su vida lo que Dios le pedía. Pero, además de esta reivindicación de la figura de su madre, Jesús ha querido otorgar a los que se deciden a seguir los pasos de María una especie de “premio excepcional”, una “medalla de oro” -como si estuviéramos en una competición olímpica-. Ha querido que todos supiéramos que el mejor premio posible se lo va a llevar aquel que más se parezca a María; ha querido que nos consideráramos realmente como su madre -en el sentido espiritual- cuando seamos capaces de hacer lo que ella hizo: la voluntad de Dios en todo y siempre. El “Señor ¿qué quieres que haga?”, que dijo San Francisco ante el Crucifijo de San Damián antes de recibir de éste la respuesta y la orden de reconstruir su casa, es la pregunta que nosotros tenemos que hacerle a Dios cada día. “Señor, aquí estoy para cumplir tu voluntad. Manda, Señor, que tu siervo escucha y obedece”. Y que Dios nos ayude a llevarlo a la práctica.