Hoy les quiero invitar a llevar a cabo un sencillo ejercicio. Cojan Vds. una bola del mundo o un mapamundi.
No tendrán ninguna dificultad en identificar Africa: Africa es, en realidad, una isla gigantesca, con sus contornos perfectamente delimitados por los diferentes mares que la contornan, el Mediterráneo, el Atlántico y el Indico.
A continuación busquen Oceanía: les pasará igual, otra isla gigantesca aunque algo menor que Africa, perfectamente dibujada también por las aguas del mar, en este caso el gigantesco Pacífico, que la baña por doquier.
Hagan idéntico ejercicio con América: las aguas del Atlántico y del Pacífico marcarán a Vds. perfectamente los contornos del gigantesco continente, que no es el más grande del planeta por muy poquito. Incluso, sin realizar un ejercicio de imaginación excesivamente grande, verán dibujados y perfectamente diferenciados América del Norte y América del sur, unidos gracias a ese gigantesco istmo que es Panamá que, sin embargo, se antoja pequeño al lado de los dos gigantes geográficos a los que tiene el deber de unir y parece sumamente frágil, como si pudiera romperse al menor movimiento de ambos subcontinentes.
Podemos hablar, si quieren Vds., de la Antártida, el gigantesco continente que abarca el polo sur del planeta y toca prácticamente todos los mares.
¿Qué nos queda? Pues nos queda otra masa gigantesca de tierra, en realidad sólo una, que es Eurasia, la más grande por cierto, del planeta. Porque mirado con ojos de geógrafo, el continente en realidad no es otro que Eurasia, con una masa enorme que es a la que llamamos Asia, y una peninsulita ridícula, eso sí, muy multiforme y variopinta, con cientos de subpeninsulitas a su vez (la Ibérica, la Itálica, la Balcánica, la Escandinava), al oeste, que es a lo que llamamos Europa. Ahora bien, o se tienen conocimientos geográficos específicos y avanzados, o uno no sabe dibujar Europa, porque Europa, en el mundo de los continentes, constituye una excepción y no viene marcada por las aguas del mar o por accidentes geográficos evidentes, no, viene marcada por la historia.
Y bien, ¿qué es lo que en la historia hace que Europa sea una realidad distinta de esa realidad geográfica euroasiática a la que llamamos Asia? Pues bien, ni más ni menos que el cristianismo: toda la parte del continente euroasiático que fue colonizada, civilizada, por el cristianismo, es a lo que hoy damos en llamar Europa.
De ahí que no dijera ninguna estupidez aquel gran sabio del s. XX y principios del XXI llamado Juan Pablo II cuando reclamaba que la Constitución europea que por entonces se elaboraba, definiera el continente como lo que en realidad es: un continente de raíces cristianas, porque como digo en el título, de no ser cristiana… ¡¡¡Europa no es ni continente!!!
El cristianismo es tan determinante para el nacimiento de Europa que, de hecho, en algún momento de la historia el continente europeo parecía llamado a tener distinto contorno, distintas fronteras, distinta forma: hablo concretamente del s. VII, cuando por su parte sur, la religión galilea se enseñoreaba de lo que los historiadores denominan el Africa Latina y hoy, conquistada por el islam, conocemos, en palabra derivada del árabe, como el Magreb, que significa “occidente”, el occidente de Arabia, el occidente de La Meca(1). Y por su parte norte, bien al contrario, la religión de Jesús de Nazaret apenas se había introducido en algunos territorios germánicos, pero no alcanzaba espacios tan indiscutiblemente europeos según los contemplamos hoy como lo son los países escandinavos o las inmensas extensiones ocupadas por las tribus de raíz eslava y otras. Configurando Europa, desde el punto de vista geográfico, con un perfil más parecido al del Imperio Romano de antaño que al de la Unión Europea actual.
A ello siguió la última fase del insaciable expansionismo del islam, al que a los españoles cupo la responsabilidad de poner fin, no con pequeño esfuerzo, por cierto, en tierras de la Península Ibérica, componiendo definitivamente la frontera meridional y occidental de Europa. Y junto a ella, la fecunda labor de los misioneros medievales enviados desde Roma y Constantinopla -entre los cuales San Cirilo y San Metodio, nombrados por eso y no por casualidad patronos de Europa por ese gran sabio que era el ya mencionado Juan Pablo II-, para marcar definitivamente la frontera septentrional y oriental del continente europeo, conformando así el perfil definitivo con el que conocemos hoy al continente del que formamos parte (y que, por cierto, tan activamente hemos contribuído a configurar los españoles, según hemos visto).
Y eso es Europa, señores, no le den más vueltas: la parte del continente euroasiático, único del que geográficamente hablando cabe hablar, que fue redimida por el cristianismo. Lo tenga a bien reconocer -o no- la constitución europea. Pero eso es otro cantar.
Que hagan Vds. mucho bien y no reciban menos. Nos vemos por aquí.
(1) En un proceso que se antoja una nueva versión del “rapto de Europa”, aquél al que el islam habría sometido a un Africa septentrional que se hallaba ampliamente cristianizada, un cristianismo del que, por cierto, quedan aún amplios vestigios en Egipto, pero poco más.
©L.A.
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