Nadie ha discutido nunca el amor a la naturaleza. Al contrario, todos los ecologistas de hoy y ayer no pueden evitar de ningún modo a San Francisco de Asis, entre otros muchos, como uno de sus mayores referentes en la cultura occidental. Lo que está desviado es la mirada que el hombre actual tiene sobre sí mismo en el marco incomparable de esa misma naturaleza. Y ocasionalmente, ésta se despierta y nos recuerda a los seres humanos lo que realmente somos.
El devastador terremoto de Haití es el último y más reciente episodio. Decenas de miles de vidas segadas en un instante. El “todopoderoso” hombre, y su “omnipotente” razón, reducidos a la nada en pocos minutos. Y otra vez nos encontramos en nuestro justo sitio frente al mundo. Sin embargo, son demasiados los ojos que han quedado ciegos y los oídos que ya no escuchan, y ni siquiera ante un rugido de estas dimensiones son capaces de recuperar la cordura.
No, el hombre sigue siendo “dios”, pese a estos pequeños accidentes. Hinchados de vanidad, aún clamamos por crear una conciencia mundial frente a un supuesto cambio climático que estaríamos provocando nosotros a causa de nuestra “omnipotencia”. Sólo los hombres podemos ser dueños de nosotros mismos, y sólo desde nuestra “sagrada” autonomía podemos tomar las decisiones que correspondan.
La naturaleza, por supuesto, no tiene nada que decir. Podemos violarla salvajemente, podemos ir en su contra construyendo nuestras identidades biológicas como nos venga en gana, podemos abortarnos a nosotros mismos como especie, podemos decidir cuando nacer, cómo nacer, quién merece nacer, cuándo y cómo morir, elegir nuestro sexo, prohibir la vejez y la fealdad, la obesidad y la enfermedad... Somos la especie autónoma, la única que toma decisiones sobre sí misma, porque somos como dioses ¿Como dioses? Esta frase aparece referida en algún lugar que narra el origen de los tiempos. Parca memoria.
Y cuando nos encontramos una vez más encumbrados en lo alto del altar, Pacha Mama despierta de su letargo y se sacude sin ningún esfuerzo unos cuantos centenares de miles de “dioses” de su superficie. ¡Qué “dios” más insignificante! Y enseguida se alza el corifeo de voces alienadas clamando por los habituales tópicos que nada explican: ¡siempre les toca a los pobres! Valiente majadería.
No, es a todo el género humano al que nos toca, y la incapacidad para caer en la cuenta de eso no es más que otro de los innumerables síntomas de nuestra enfermedad. Alienación, enajenación colectiva y generalizada, idolatría patética provocada por la gran y fundamental mentira: “seréis como dioses”. Y cuando la naturaleza, indolente, bosteza de vez en cuando, al menos algunos recuerdan que ante la verdadera omnipotencia la única posición real del ser humano es caer de rodillas en tierra.