Pedro Sánchez no tardará mucho en transmutarse en Diocleciano para perseguir a la grey católica española. Antes, presumiblemente, el presidente destruirá a la clase media porque, como evidencia la situación de Venezuela, nada perjudica más a la izquierda que una sociedad sin hambre. Para un socialista, la clase baja no es pues un punto de partida, sino de llegada, de manera que quienes sueñan con adquirir un apartamento en Jávea tendrán que contentarse con realquilar el piso que ha dejado vacante Pablo Iglesias en Vallecas, el Manhattan del proletariado.
El socialismo es a la política lo que la muerte a la biología. Quiero decir que no es un sistema, sino un desenlace. Fatal, además. Si aquí el socialismo siempre acaba mal en las urnas es por esa tendencia del español de preferir el Ibex a la cartilla de racionamiento. Mientras la izquierda contrapone la bolsa a la patera, el español burgués gusta de pasear en barca por el Retiro sin que eso le haga cómplice del Mediterráneo. La izquierda no entiende que quien llega en patera no es necesariamente mejor que quien rema en el Retiro, de igual modo que quien quema un convento no es necesariamente peor que quien se calienta con la hoguera en la que arde la madre superiora.
Que arderá de nuevo. Tal vez no literalmente, pero con la irrupción de Sánchez en la presidencia del Gobierno peligran los acuerdos Iglesia-Estado, las horas lectivas de catecismo, el bendito sea Dios -ese sintagma apuntalado en el humanismo cristiano- e incluso la charla en la escalinata de los Jerónimos después de la misa de diez. La izquierda sabe que el católico es el verdadero escollo para imponer su ideología a una población confusa, así que irá a por él. Otra cosa sería de extrañar en una izquierda que no cuestiona la virtud de la Virgen María, sino su compromiso con el feminismo. Y que cree que San Pablo merece por escritor facha que le contrate ABC como defensor del lector.