Lucas 18, 35-43: “Cuando se acercaba a Jericó, había un ciego sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; y le informaron: Pasa Jesús el Nazareno”. Entonces empezó a gritar: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”. Los que iban delante lo regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”. Jesús se paró y mandó que se lo trajeran. Cuando estuvo cerca, le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?”. Él dijo: “Señor, que recobre la vista”. Jesús le dijo: “Recobra la vista, tu fe te ha salvado”. Y enseguida recobró la vista y lo seguía, glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alabó a Dios. (Mt 20, 29-34; Mc 10, 46-52)
En el relato de Marcos dice que “llamaron al ciego, diciéndole: “Ánimo, levántate, que te llama”. Y en el de Mateo dice que eran 2 los ciegos que gritaban y que “Compadecido, Jesús les tocó los ojos, y al punto recobraron la vista y lo siguieron”.
El martes pasado fue la fiesta de la Virgen de Lourdes y me pasé el día pidiéndole que curase a todos los enfermos de mi entorno y del de otras personas que me han pedido que rece por ellos, así que yo insistí mucho apelando a su corazón de madre y a su poder de intercesión ante el Señor.
Recuerdo una historia preciosa que me contaron en el colegio: un niño muy enfermo estaba en Lourdes con sus padres pidiendo su curación y durante la bendición con el Santísimo el sacerdote pasó justo por delante de él con la custodia y dijo en voz alta: “O me curas o se lo digo a tu madre”. El sacerdote lo oyó pero no terminaba de creer lo que había oído, así que volvió a pasar y el niño volvió a decir: “O me curas o se lo digo a tu madre”. No sé cómo terminó, si la Virgen le curó o no, pero lo que me conmueve hasta el tuétano es la ENORME fe del niño y su certeza de que si es la Virgen la que pide en nuestro nombre, obtendrá lo que pedimos.
Y como dice el refrán: “de tal palo, tal astilla”, por eso no me sorprende que Jesús tenga ese corazón tan grande y se conmueva ante el sufrimiento de los demás -Él mismo sabe lo que es el dolor-, toque a los enfermos con sus manos y los cure. Podría decirse que Jesús tiene un punto débil: no se resiste a nuestro dolor y nuestra fe. No puede negarle nada a una madre viuda que llora porque lleva a enterrar a su único hijo, a un padre que implora que cure a su hija que se está muriendo, a un ciego que grita a pleno pulmón que se compadezca de él, a una pecadora que llora tanto que con sus lágrimas le lava los pies, porque Él cura tanto el cuerpo como el alma. Sólo nos pide eso: que le pidamos desde nuestra necesidad y nuestra fe. Es nuestra fe la que provoca los milagros, no al revés.
Y a veces ni siquiera tenemos que pedir en voz alta, como le pasó a la hemorroísa, es como si se le escapara este milagro mientras va de camino para hacer otro, ¿te acuerdas?; es el relato de la curación de la hija de Jairo (Lc 8, 40-56), y mientras Jesús sigue a este señor a su casa, la muchedumbre le apretuja y la mujer enferma piensa que si se acerca y le toca el borde del manto se curará sin que nadie se dé cuenta. Pero Jesús se dio cuenta, claro: “Alguien me ha tocado, pues he sentido que una fuerza ha salido de mí”. Viendo la mujer que no había podido pasar inadvertida, se acercó temblorosa y , postrándose a sus pies, contó ante todo el pueblo la causa por la que le había tocado y cómo había sido curada al instante. Pero Jesús le dijo: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz”.
Estaba todavía hablando, cuando llega uno de casa del jefe de la sinagoga diciendo: “Tu hija ha muerto, no molestes más al Maestro”. Pero Jesús, oído esto, le respondió: “No temas, basta que creas y se salvará”.
¿Y lo de la mujer cananea, qué? También parece que Jesús no se pudo resistir al dolor y la fe de esta extranjera, nos lo cuenta Lucas en Lc 15, 21-28. En esta ocasión una mujer le pide a gritos que cure a su hija porque tiene dentro un demonio muy malo pero Jesús ni le contesta; los discípulos le dicen que le haga caso para que se calle, porque los está siguiendo dando voces. Jesús les contesta que Él ha venido para atender a los israelitas pero ella se tira a sus pies y le dice: (Lc 15, 25-28): “Señor, ayúdame”. El le contestó: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos”. Pero ella repuso: “Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. Jesús le respondió: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. En aquel momento quedó curada su hija.”
Por otro lado en Mt 15, 58 leemos: “Y no hizo allí muchos milagros, por su falta de fe”.
¿Dónde estamos nosotros, con los que tienen tanta fe que le quitan a Jesús los milagros de las manos o con los que no tienen y se quedan a dos velas?
No sé tú pero yo claramente quiero tener una fe tan grande que el Señor haga todos los milagros que necesito, que son unos cuantos: que cure a los enfermos que le encomiendo aunque parezca imposible que se puedan curar, también de cosas que no se curan con medicinas; que los que estamos sin trabajo lo encontremos aunque no seamos el caramelito que buscan las empresas, por nuestra edad o por otras circunstancias; que las personas a las que estoy pensando invitar a una actividad de encuentro con Él digan que sí aunque lleven siglos diciéndome que no y que los deje en paz; y yendo más allá: que se termine la persecución a los cristianos en todo el mundo, que se acaben las guerras, el hambre, los sistemas políticos que arruinan los países, que dé inteligencia a los que han llegado al poder no me explico cómo pero que ahí están, haciendo chapuza tras chapuza…
En fin, el Señor no está “especializado” en ningún tipo de milagro, puede hacerlos todos así que ¡a pedir, a pedir con mucha fe! Y si somos listos le pediremos a la Virgen que interceda por nosotros.
Ahora podrías decirme: “Ya, tú dices todo esto porque Dios te hace caso, pero yo le he pedido esto y lo otro y lo de más allá, y nada de nada, como si oyera llover”.
No te creas, yo también le he pedido cosas a veces que me parecían necesidades enormes y que sólo Él podría arreglar y no me ha hecho caso. Y he insistido, y he rezado con mucha fe y confiando en su bondad y todo eso y me he quedado con un palmo de narices.
¿Y qué ha pasado después? Pues unas veces me he enfadado mucho y le he dicho que era injusto, que a otros que rezan menos les concede lo que piden y a mí no; otras he dejado de hablarle durante un tiempo; otras me he quedado perpleja y simplemente le he preguntado por qué no me hace caso.
Y aunque a veces me sigo impacientando, he aprendido a esperar y esperar y esperar, porque Dios siempre nos escucha, siempre nos atiende, lo que pasa es que a veces no nos da lo que pedimos instantáneamente, sino que espera el momento adecuado, nos dice: te daré lo que me pides pero no ahora, porque tengo otra cosa mejor o que necesitas más.
Esto los que tenemos hijos lo entendemos bien porque a veces nos piden algo que es bueno o que por lo menos no es malo, pero les decimos que no, o que ahora no porque no es el momento, o porque queremos que aprendan a valorar lo que piden y les hacemos esperar.
Pues lo mismo hace Dios con nosotros.