La charla que nos convoca hoy surge como una prolongación natural de la que tuve la oportunidad de pronunciar aquí mismo, a finales del año pasado, y que llevaba por título ‘La tentación de la perfección’, al hilo del libro de Paolo Squizzato ‘Elogio de la vida imperfecta’. En aquella ocasión, en el diálogo posterior, surgió una duda que podríamos resumir del siguiente modo: “De acuerdo, hemos comprendido que buscar la perfección genera ansiedad y entorpece la aceptación de lo que somos, pero parece evidente que es bueno aspirar a un cierto mejoramiento personal. Así que ¿cómo lo hacemos? ¿Dónde ponemos el límite entre el sano afán de ser mejores y la neurótica búsqueda de una perfección que no podemos alcanzar? El extraordinario libro que nos ocupa hoy, ‘El arte de la justa medida’, de Anselm Grun, no agota completamente la cuestión, pero ofrece muchas y muy valiosas sugerencias para afrontar el problema. Este libro, y otro del mismo autor, ‘La codicia’, que también les recomiendo vivamente, y al que recurriremos de forma ocasional también en esta charla, nos permitirán navegar por una de las grandes cuestiones de nuestro tiempo: el problema de los límites. Que, en nuestro caso, en Occidente, podemos reformularlo como nuestra incapacidad para aceptar ningún tipo de limitación ni restricción a nuestro yo.

En realidad, estamos ante dos caras de una misma moneda, que podríamos resumir en una palabra de la que habrán oído hablar mucho últimamente: narcisismo. Cuando soñamos mundos ideales (dentro o fuera de nosotros mismos) nos engañamos creyendo que la realidad (la nuestra personal o la comunitaria) es moldeable a nuestro antojo, y nos empeñamos en ignorar que la imperfección es el defecto de fábrica de lo humano que siempre nos acompañará y que limita nuestro poder de intervención sobre lo que somos. Por otra parte, cuando negamos nuestros límites interiores y nos negamos a aceptar ningún límite externo o restricción actuamos como niños caprichosos que tienen una imagen imaginaria de sí mismos y de cómo funciona el mundo.

El narcisismo tradicionalmente ha sido interpretado como una manifestación de inmadurez, pues la madurez era todo lo contrario: la aceptación de los límites propios y de los límites de la realidad para situarse adecuadamente en el mundo: esto es, bajar de las alturas de las ensoñaciones para pisar el suelo de la tierra. Pero hoy la madurez está bajo sospecha (como casi todas las cosas valiosas de lo humano) y los rasgos que siempre se han asociado con el infantilismo, o el adolescencialismo (el quejarse por todo, el estar siempre insatisfecho, el no conformarse con nada, la irresponsabilidad, el pensar que los demás o la sociedad son los que tienen que resolver nuestros problemas…), son los que gozan de mayor predicamento entre nosotros. Hasta el punto de que Pascal Brucknner, en ‘La tentación de la inocencia’, un libro escrito hace ya más de veinte años, se pregunta: “¿Es el bebé el porvenir del hombre?”. Los hechos de estas últimas décadas parecen apuntar justamente en esa dirección, pues la tendencia no sólo no se ha mitigado, sino que se ha extendido. Dentro de poco, la famosa frase de John Fitzgerald Kennedy “No te preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por tu país” será percibida como una provocación, pues crece entre nosotros la idea de que todo, y especialmente el Estado, debe estar orientado a satisfacer no sólo nuestras necesidades sino también nuestros deseos. Incluido el de borrar el mal del mundo.

Sin embargo, paradójicamente, algunas de las cuestiones que más nos inquietan apuntan en la dirección contrario, en la conciencia de los límites. Singularmente, la preocupación ecológica. Más allá del cambio climático, es evidente que nuestro planeta es finito y que no podemos explotar sus recursos de forma incontrolada. La idea de sostenibilidad, que implica buscar un equilibro entre lo que se usa y lo que se repone, surge de esa conciencia del límite físico de eso que el papa Francisco denomina “la casa común”.

En coherencia con ello, algunos pensadores, como Jorge Riechmann, procedente del ámbito ecologista, han entendido que la crítica de la ‘hybris’, de la desmesura, no puede ceñirse sólo a lo económico, sino que la reflexión debe extenderse a todos los aspectos de lo humano, porque no es concebible que un hombre entregado a la desmesura en lo personal (en el consumo, en sus ambiciones vitales, en su modo de concebir el mundo) sea capaz de impulsar una economía de la contención. Con gran humildad e inteligencia, Riechmann ha acudido a buscar respuestas en las fuentes de la sabiduría sapiencial, en la tradición del pensamiento clásico y las religiones. Su libro ‘¿Cómo vivir? Acerca de la vida buena’ compendia el resultado de esas búsquedas, que le llevan, como no podía ser de otra manera, a pensadores como el benedictino Anselm Grun, entre otros muchos ocupados de las cuestiones relativas a la sensatez, la mesura y la justa medida.

De modo que, después de este breve paseo exterior por el contexto social en el que nos desenvolvemos, ha llegado el momento de meternos en materia para ver qué tiene Grun que aportarnos. Ya les avanzo que es mucho. Tanto que es imposible condensarlo en una charla. De modo que me limitaré únicamente a apuntar los grandes ejes, y les invito a que acudan al libro, que es una de esas obras que no tienen desperdicio y que, además, están escritas con la claridad y sencillez de quien busca, por encima de todo, ser entendido. No exagero si les dijo que sus 90 páginas proporcionan una de las mejores relaciones posibles entre esfuerzo exigido y rendimiento obtenido. Aunque, por descontado, lo que se plantea no se agota en una lectura y no les quedará más remedio que volver sobre ello. Pero no porque no lo hayan entendido, sino porque una cosa es comprender y otra muy distinta interiorizar y ser capaz de llevar lo aprendido a la propia vida.

Lo primero que conviene que tengamos en cuenta es que la desmesura tiene que ver con la codicia. Esto lo explica Grun en el libro que dedica a esta cuestión. La codicia no es sólo el afán de acaparar bienes materiales, sino que se extiende a todos los aspectos de nuestra vida. Codicia es el afán de querer tener siempre más y no contentarse nunca con lo que a la persona le fue concedido. La codicia es, por tanto, la fuente primera de la insatisfacción. Pero también, y al mismo tiempo, es la fuente de la que brota nuestra capacidad de creación, nuestro afán de mejorar, de ir más allá, de superar los límites. Hasta el pnto de que el teólogo protestante Friedrich Schorlemmer lo define como “una fuerza vital imprescindible”.

De modo, que nuevamente nos enfrentamos ante la complejidad de la realidad, que no permite simplificaciones abusivas. No podemos sin más extirpar lo malo, sin arriesgarnos a extirpar lo bueno. Por eso no es bueno extirpar (salvo en medicina, e incluso ahí con prudencia). Grun nos da una primera orientación: “No se trata de erradicar la codicia del hombre, puesto que sin ella quedaría sin iniciativa propia. Se trata más bien de transformar la fuerza destructiva de la codicia en una fuerza vivificadora”. Transformar es la palabra. No prohibir, ni negar, ni reprimir, ni extirpar, sino reconducir. Pero, para ello, hace falta tomar conciencia primero de lo positivo y de lo destructivo. La codicia positiva es la que nos ayuda a crear, a construir, la negativa es la que nos aboca hacia la desmesura y la falta de medida.

Grun asegura que la codicia destructiva, la que nos conduce hacia la desmesura, nace del egocentrismo y del narcisismo. Y es una forma de “encubrir el propio desamparo interior”. El exceso es una forma de tapar el malestar que produce la insatisfacción. Una insatisfacción que no podemos soportar porque no encaja con nuestra idealizada autopercepción. El narcisista siempre tiene que estar huyendo de sí mismo porque, cada vez que mira dentro de sí, lo que ve no le gusta, pues no se ajusta a cómo debería ser.

Pero ese vacío no nace sólo el autoengaño, sino también, y esto es especialmente provocador, de una radical fragilidad que es la consecuencia de estar descentrado, desencajado, fuera de sí. Esto puede resultar paradójico, pero no lo es tanto. Toda la imagen del narcisista gira en torno a una visión distorsionada de su yo que le lleva a preocuparse de todo menos de lo que realmente ocurre en su interior. De modo que está tan condicionado por todo lo externo (la comparación con los otros, la opinión que tienen de él, su estatus, la búsqueda de seguridad) que en realidad no sabe cuál es su centro ni qué es lo que verdaderamente desea. En este punto el narcisista se encuentra con la desmesura contraria, la de quien vive fuera de sí, entregado a satisfacer los deseos de los demás. Es el peligro de las personas excesivamente amables, al que se refiere Jordan Peterson. A Peterson le preocupa que las personas excesivamente amables son proclives a ser víctimas de explotación y abusos por parte de los demás. Que es verdad. Pero Grun va más lejos: el problema no es que se abuse de ellas (al menos de forma hipotética podrían encontrarse con un jefe perfecto que las tratara con justicia), el problema es que están desencajadas, que han puesto el objetivo de su vida fuera de sí. Y eso, más tarde o más temprano, conduce al vacío y la depresión.

Esta incapacidad para centrarse en uno mismo es también la incapacidad para vivir el momento presente, para centrarse en el instante, en el sentido de lo que se hace y de lo que se es. Los monjes llamaban a este malestar acedía, y lo consideraban el demonio del mediodía. Quien padece acedía “busca sin cesar algo distinto, porque no se aguanta a sí mismo. Espera de las cosas exteriores que lo contenten, pero, puesto que no tiene centro, nada le gusta (…) Todo tiene una única finalidad: ocultar su vacío”. La acedía es grave porque las personas que la sufren están íntimamente desgarradas. En última instancia, la acedía refleja “una incapacidad para vivir”, que es una incapacidad para estar en el presente, para tomar conciencia de lo que se vive en cada momento. La prueba de lo extendido que está este mal es el éxito de una disciplina como el mindfulness que busca justamente entrenar a las personas para esa vida de conciencia plena que les ayude a reencontrarse con una cierta verdad interior del ser.

Pero Anselm Grun, y nosotros con él, preferimos inspirarnos en la tradición monástica y en la regla que San Benito diseñó para asegurar a los religiosos de su orden una buena vida, entendiendo buena vida no como lo hacemos habitualmente, sino en el sentido clásico de la expresión: una vida ajustada a la realidad de las cosas y de la existencia. Una vida en armonía con la naturaleza. No sólo con la naturaleza que forman plantas y animales, que parece ser la única que interesa ahora, sino con la naturaleza del hombre. Cuestión ésta un poco más complicada hoy, en una época empeñada en negar cualquier patrón de referencia desde la convicción de que sólo allí donde no hay norma reina la absoluta libertad de poder ser absolutamente cualquier cosa. San Benito, Grun y todos los clásicos nos recuerdan que no es así, que la libertad no nace de la falta de límites, ni de la ausencia de renuncia, sino de todo lo contrario, de la asunción de los límites y del diálogo tenso, vigilante y constructivo con la renuncia, el sacrificio y la capacidad de postergación de los propios deseos.

Tres son los principios que Grun toma prestados de San Benito para ayudarnos a movernos por la vida. El primero es la mesura, el sentido de la medida, que podríamos traducir como buscar un punto adecuado de equilibrio entre los excesos. No sólo excesos materiales, sino, sobre todo, espirituales. Así, Grun nos invita, por ejemplo, a buscar el equilibrio entre la tacañería y el despilfarro; entre la falta de autoestima propia y la arrogancia; o entre el cuidado de sí mismo y la solicitud por los demás. También nos invita a poner medida en las expectativas que ponemos sobre los demás o en las expectativas que los demás ponen en nosotros.

En uno de los capítulos nos invita, además, a no indignarnos tanto. “En nuestra sociedad hemos desarrollado una verdadera cultura de la indignación que contradice la exhortación de Jesús a no juzgar”, nos dice Grun, que poco antes nos ha recordado las palabras de Jesús: “No juzguéis y no seréis juzgados. Como juzguéis os juzgarán. La medida que uséis para medir la usarán con vosotros”. Palabras perfectamente aplicables a un asunto de actualidad relacionado con un chalé y en el que no me extenderé.

Pero quizás lo más importante viene cuando Grun nos explica que “para observar la medida, hace falta también disciplina” pues la disciplina no es otra cosa más que “la disposición a aprender y a estar en consonancia con el orden de la vida”. Y es esencial porque “sin disciplina ni orden la persona carece de sostén. Pierde su forma. Y quien vive sin forma se desbarata. Pierde su centro. De ahí que la disciplina sea el arte de vivir por sí mismo la propia vida en vez de dejarse llevar: tomo mi vida en las manos. Le doy forma de modo tal que sea adecuada para mí. La disciplina y el orden tienen en último término la tarea de configurar nuestra vida en consonancia con nuestro ser”. Y nuestro ser no es otra cosa que aquello que aparece cuando miramos hacia el interior y aceptamos la verdad de nosotros mismos sin encubrimientos ni falsificaciones. Para Grun, como para Squizzato, como para toda la tradición cristiana, nuestro ser no es otra cosa que “la imagen singular que Dios se ha hecho de cada uno de nosotros” y que nosotros descubrimos al despojarnos de afeites y autoengaños. Y aquí, justamente aquí, en este tomar las riendas de la propia vida, en busca de un propósito que esté en consonancia no sólo con lo que deseamos, sino también con lo que somos, y con aquello de lo que carecemos, se crea el espacio para la libertad.

La segunda propuesta de San Benito, tiene que ver con la medida también, pero aplicada al tiempo. La palabra latina que la describe es ‘temperare’, esto es templar, moderar, morigerar. La palabra proviene de tiempo, por lo que se refleja la preocupación por la justa medida del tiempo, del buen ritmo con el que vivimos. A este asunto dedicó una especial atención el creador de la regla benedictina, que regula de forma meticulosa el tipo de actividades que los monjes deben realizar y durante cuanto tiempo. Esto implica entender que debe haber un tiempo para el trabajo, pero también un tiempo suficiente para el descanso y la oración. “Quien trabaja de continuo en contra de su ritmo interior, de su biorritmo, se explota a sí mismo”, nos explica Grun. “El ritmo nos mantiene vivos (…) Para que la vida cuaje y yo viva con satisfacción interior hace falta un ritmo bueno. El ritmo me proporciona el sentimiento de hogar y de seguridad. Tengo espacio para lo esencial”. El ritmo adecuado es la justa medida del tiempo, y parte del reconocimiento de que no somos seres unidimensionales, sino que tenemos múltiples y contradictorias necesidades. Necesitamos trabajar y encontramos placer en la ocupación, pero también necesitamos descansar para reponer cuerpo y mente. Necesitamos tener tiempo para nuestra vida interior en soledad, pero también requerimos momentos dedicados al contacto con los otros, ya sean estos familia, amigos o simples conocidos. La vida humana es un guiso que requiere combinar bien los distintos ingredientes que la componen y no podemos prescindir de ellos a voluntad, llevados del voluntarismo o el exceso de ambición.

La templanza en el manejo del tiempo conduce también, de forma inevitable, a la necesidad de entender que hay que vivir en el presente. “Haz lo que haces”, decían los clásicos. Parece fácil, pero no lo es tanto. A un famoso maestro zen le preguntaron en una ocasión qué era lo específico de la senda espiritual. Respondió lo siguiente: “cuando estoy sentado, estoy sentado; cuando me pongo de pie, estoy de pie; cuando camino, camino”. El que había hecho la pregunta dijo que eso no era nada especial, y que también él se comportaba del mismo modo, pero el maestro replicó: “No, tú, cuando estás sentado, estás ya de pie; y cuando estás de pie, estás ya caminando. Y cuando caminas, piensas en otros asuntos, en el trabajo o en la comida”. Creo que todos podemos identificarnos con esto. No es tan sencillo agarrarse al presente y no dejarse llevar por el vuelo de los pensamientos.

La tercera propuesta que Grun nos hace a partir de San Benito es la discretio, el don del discernimiento. “Es el arte de desarrollar la sensibilidad para comprender a la persona concreta y la situación en la que se encuentra”. El discernimiento es esencial porque se basa en el reconocimiento de la naturaleza dinámica de la existencia. La justa medida de las cosas no es una medida matemática, no hay una regla que nos permita determinar el punto exacto de cocción de nuestra vida moral y personal. Hay que analizar cada caso y situación, discernir qué es lo que está en juego, cuáles son los excesos en tensión, y a partir de ahí valorar la respuesta más adecuada. El concepto de discretio lo concibe San Benito aplicado a la responsabilidad del abad del monasterio y significa que debe aceptar y manejar los dos polos de la condición humana: la severidad y la amabilidad. “Y que ha de tener sagacidad para percibir qué es lo pertinente en este preciso instante”. Pero la discretio es algo más: es “el arte de adaptarse al individuo y de percatarse de qué es lo que necesita”. Que no necesariamente es lo que la persona verbaliza como necesidades.

Además de estos tres principios-guía que pueden orientarnos en esa búsqueda de la vida ordenada y esencial, Grun nos invita a cultivar algunas actitudes que pueden ayudarnos igualmente. Una de ellas es “confiar en uno mismo, no dejarse llevar”, y una expresión clave es aprender a decir que “no”.  “A muchas personas les cuesta decir no. Tienen miedo de dejar de ser populares”, constata el benedictino. “Pero si no decimos no, nunca encontraremos nuestra medida”. Y añade: “Decir no aporta claridad a las relaciones. Cuando digo no a la petición de otro, con ello no lo estoy rechazando a él. Lo creo capaz de aceptar los límites que pongo. Sin embargo, una y otra vez trato con personas que no respetan mis límites”.

Una segunda actitud, es la humildad, pero entendida no como una actitud pasiva o conformista, sino como un principio activo relacionado con el coraje: la humildad es “la valentía de descender al propio hondón”, ver lo que hay, constatar que no todo me gusta y aceptarlo. “Todo lo que hay en mí puede existir. Todo está atravesado por el amor de Dios”, nos explica Grun. “La humildad lleva a la serenidad. Tengo la valentía de permitirme ser como soy. No me someto de continuo a la presión de tener que cambiar”. La humildad nos lleva a una tercera actitud esencial, que es la de “tener los pies en el suelo”, de la que ya hemos hablado antes.

En su tramo final, el libro del monje benedictino encuentra un perfecto punto de encaje con aquel otro que nos convocara hace unos meses. Se resume en un capítulo titulado “Bueno es mejor que perfecto”, y que está en plena sintonía con el libro de Paolo Squizzato. Grun nos advierte contra ese perfeccionismo que nos exige “no tener tacha alguna” y que “guarda relación a menudo con el miedo a ser rechazados por los demás, de no ser considerados suficientemente buenos”. Pero es una aspiración vana pues la experiencia nos demuestra que no podemos ser perfectos, que no podemos ajustarnos como si fuéramos máquinas a una programación ideal, pues cometemos errores. Y cuánto más nos empeñamos en no aceptarlo, más cometemos. “Un principio de la psicología afirma: a quien quiere controlarlo todo, todo se le escapa de las manos”, nos recuerda Grun.

Pero, nuevamente, la visión dinámica de la realidad que caracteriza al benedictino, nos ayuda a escapar del peligro de la falsa dicotomía. “En el perfeccionismo se esconde también, sin duda, una fuerza motriz positiva: deseo hacer bien mi trabajo. Deseo ser bueno. No me doy por contento con trabajar de cualquier modo. Me gustaría dar de mí lo óptimo”. Por eso, Grun nos explica que no hay que intentar superar absolutamente nuestro perfeccionismo, sino transformarlo. Sustituir la búsqueda de la perfección por la aspiración a ser buenos. Pero buenos entendido no en el sentido de adecuación a una moral, sino más bien en la idea de ajustarse a la justa medida. “Bueno y malo no deben entenderse solo como categorías morales sino también en relación con la justa medida de las personas. (…) Podría decirse: lo bueno es aquello que se corresponde con la medida adecuada. La palabra alemana de ‘malo’ significaba en sus orígenes hinchado, inflamado. Expresa, pues, la desmesura”. Lo bueno es, por tanto, aquello que se ajusta a nuestra naturaleza y condición, lo que nos permite vivir centrados en nosotros mismos, con un propósito, y con la energía y ánimo necesarios para trabajar por él sin destruirnos. Es más fácil decirlo que traducirlo luego en actos en nuestra propia vida, pero confío en que estas reflexiones les inviten a intentarlo y les aporten algunas claves para conseguirlo.

 

Conferencia pronunciada el 23 de mayo de 2018 en la Librería Paulinas de Valladolid a propósito del libro de Anselm Grün 'El arte de la justa medida'