Durante el vuelo de regreso a Roma, terminada su visita a los Países Bálticos, Su Santidad el Papa contestó a la pregunta de un periodista sobre el reciente acuerdo firmado con China. El Pontífice dijo cuatro cosas interesantes. La primera, que el acuerdo era fruto de una larguísima y difícil negociación y que él era el máximo responsable de su firma, con lo que salía en defensa del cardenal Parolín, secretario de Estado, cuya dimisión había pedido el cardenal Zen, emérito de Hong Kong, precisamente por ese acuerdo. En segundo lugar, el Santo Padre insistió en que la última palabra sobre el nombramiento de los obispos la iba a tener él, y no el Gobierno chino; con eso daba a entender que ese Gobierno iba a tener la primera palabra, es decir que iba a presentar los candidatos al Episcopado. En tercer lugar, defendió el levantamiento de la excomunión a los ocho obispos nombrados por el Gobierno chino, uno de ellos ya fallecido; sobre dos de estos obispos circulan insistentemente rumores de que están casados y con hijos. Por último, dijo que el acuerdo no era tan novedoso como pudiera parecer y citó el caso del privilegio de presentación que tenían, entre otros, los reyes españoles.
Aunque el contenido de ese acuerdo, que es provisional, sigue sin conocerse, lo cual hace muy difícil valorarlo con objetividad, las palabras del Papa dan alguna pista sobre cuál puede su contenido. Al haber aludido al privilegio de presentación de la Monarquía española y haber insistido en que él, como Pontífice, tendría la última palabra en el nombramiento de obispos, cabe suponer que los candidatos van a ser seleccionados por el Gobierno chino y presentados al Sumo Pontífice para que ratifique esa elección.
El llamado “privilegio de presentación” o “derecho de presentación” de la Corona española y de otras en Europa, se inicia con los Reyes Católicos. A estos se les concedió que fueran ellos los que presentaran al Papa tres candidatos cuando una diócesis quedara vacante y el Vicario de Cristo elegiría de entre los tres el que considerara más oportuno. Los Reyes Católicos reclamaron este privilegio para colaborar en la purificación de la jerarquía católica, muy necesitada de ello, y evitar así que en sus Reinos penetrara el luteranismo, amparándose en las críticas a la Iglesia por la corrupción del clero. Después, en la América Hispana, esto se extendió a cualquier cargo eclesiástico, incluido el nombramiento de párrocos; el Real y Supremo Consejo de Indias presentaba una terna al obispo correspondiente para que eligiera el párroco o canónigo de la plaza que hubiera que cubrir. Este privilegio duró hasta la muerte del general Franco, en 1975 -con excepción de los años de la Segunda República- y los Acuerdos Iglesia-Estado de 1979 ya no lo recogen.
Mucho más gravoso fue para la Iglesia lo sucedido en Francia. En 1790, en plena marea revolucionaria, se aprobó la Constitución Civil del Clero. Los obispos y párrocos eran elegidos por el pueblo y debían jurar lealtad al Gobierno revolucionario. Los que no aceptaron, porque quisieron ser fieles al Papa, fueros perseguidos. Muchos murieron mártires y otros se refugiaron en el exilio. En 1801, poco después del golpe de Estado que llevó a Napoleón al poder, éste firmó un Concordato con el Papa Pío VII, por el cual el Pontífice aceptaba que fuera Napoleón el que nombrara a los obispos y el Papa se limitaba a darles la investidura canónica (en el caso de España era una terna, de la que el Papa elegía uno). Antes de tomar posesión, debían jurar lealtad al Gobierno. Se planteó entonces la cuestión de los obispos que ya existían: los que habían sido nombrados por los revolucionarios y los que no habían querido jurar la Constitución Civil del Clero (estos últimos eran 81). Napoleón y el Papa llegaron al acuerdo de que todos debían dimitir para nombrar obispos nuevos. Esto fue muy duro para los obispos que, por ser fieles a Roma, habían sido perseguidos. De hecho, 38 de ellos se negaron a aceptar su destitución y comenzaron un cisma, el de la “Petite Eglise”, o “Pequeña Iglesia”, que aún hoy subsiste.
Probablemente, el acuerdo firmado con Pekín se parecerá más al que Napoleón logró arrancar a Pío VII que el concedido a los Reyes Católicos y sus herederos. En todo caso, al no conocer su contenido, es muy difícil saber si han sido afrontadas todas las cuestiones. Por ejemplo, la creación de una Conferencia Episcopal, o la suerte que van a seguir los obispos que han permanecido fieles a Roma a pesar de la persecución, o incluso lo que va a pasar con las parroquias de la llamada “Iglesia clandestina”. Sólo sabemos, porque lo ha dicho el Papa, que uno de los obispos fieles le ha escrito diciéndole que acepta el acuerdo, aunque el cardenal Zen había advertido que si se firmaba probablemente tendría lugar un cisma, como aquel que se produjo en Francia.
Un especialista en las relaciones entre el Vaticano y China, el profesor italiano Francesco Sisci, contestaba a las dudas que a muchos les genera este acuerdo, precisamente porque uno de los firmantes, el Gobierno chino, es dictatorial y no es de fiar, diciendo: “El que viva lo verá. Veremos. Si las cosas van mal, el Vaticano se retirará. Pero no está bien decir que es mejor no hacer nada por si acaso mañana llueve. Lo mejor es salir a la calle llevando el paraguas”.
En todo caso, para China este acuerdo es ya un triunfo. En un momento como éste, en plena guerra comercial con Estados Unidos, representa un apoyo moral de gran importancia. Para la Iglesia es una oportunidad de zanjar un conflicto que se arrastra desde hace muchos años y recuperar algo de libertad para evangelizar. La historia juzgará si se acertó o no. Cabe la posibilidad de que los chinos, cuando ya no les interese el apoyo vaticano, endurezcan las condiciones del acuerdo o, simplemente, se retiren de él. Se habrá dado un paso en falso de graves consecuencias, porque será difícil convencer a los católicos chinos de que vuelvan a una clandestinidad que ellos consideran que no fue suficientemente apreciada. Pero el Papa ha decidido que hay que correr el riesgo y no hay que olvidar que él es el Papa. No estamos ante una cuestión doctrinal, sino de gobierno. Puede equivocarse, pero también puede acertar. La historia le juzgará. Pero, mientras tanto, hay que rezar por él, por el éxito de esta arriesgada operación y, sobre todo, por esos héroes, algunos de los cuales se sienten abandonados y corren el riesgo de dar un portazo a esa Iglesia a la que tanto han amado.