“¿Qué tienen en común los diplomáticos y las mujeres?

Que una mujer, si dice que no quiere decir tal vez, si dice tal vez quiere decir que y si dice que es que no es una auténtica mujer.

Mientras que el diplomático, si dice que quiere decir que tal vez, si dice tal vez es que no, y si dice directamente que no es que no es un auténtico diplomático”.

 

Perdonad el chiste (podréis acotar malo, y yo os diré: “malo, sí, pero sesudo”).

Últimamente vemos por todas partes cómo se está construyendo, a raíz de ciertas noticias sobre abusos sexuales, un becerro de oro llamado ‘consentimiento’, al que se está dotando de todas las características de una auténtica deidad, hasta el punto de circular vídeos adoctrinadores en los que la moraleja dice sin pudor: CONSENTMENT IS EVERYTHING.

 

Sin embargo, basta con analizar un poco para concluir que el consentimiento no lo es todo. El todo es el respeto al otro, a su dignidad como persona, a su humanidad; el respeto a uno mismo, a la propia trascendencia, al cuerpo, incluso el propio, como algo más que un mero objeto de uso y consumo. Y no es un problema de creencias religiosas, que solo vienen a dotar de un mayor sentido lo que por naturaleza se nos ha dado la capacidad de conocer, es un problema de lógica, de sensatez, incluso, si me apuráis, de ecologismo. ¿Por qué es tan fácil entender que los perros no han sido creados para vivir en jaulas o para ser maltratados y es tan difícil comprender que el cuerpo humano también tiene unas cualidades que lo definen? ¿Por qué defendemos tan a ultranza que se respete la naturaleza de los seres vivos mientras que atacamos sin piedad las leyes del propio cuerpo?

 

Cualquier niña, o incluso cualquier mujer, puede consentir, hasta el final, algo que realmente no quiere, no desea o no es bueno para ella. Cualquier niña o mujer puede desear algo que realmente no quiere o consentir en hacer cosas que no desea. Y eso no da derecho a nadie a hacer esas cosas. Y no solo las niñas o las mujeres, también los niños, los hombres. El problema es reducirlo todo al voluntarismo. Es más, el consentimiento no solo no es la solución: es el problema. Pensar que podemos disponer de nuestro cuerpo y de nuestra sexualidad como nos dé la gana y que el único límite está donde yo lo pongo es, precisamente, la causa de los abusos.

 

Así que yo me opongo: me opongo a educar a mis hijos, varones y mujeres, bajo la ley del consentimiento. Me opongo a enseñarles que pueden hacer con el que tienen delante lo que les dé la gana siempre que el otro se lo permita. Me niego a hacer creer a mis hijos que el abuso deja de ser tal cuando es consentido.

 

Yo opto por educar a mis hijos mucho más allá: en el respeto al otro; en el respeto a la persona como bien en sí misma, no como el medio para un fin. En el amor completo, no parcial; en la entrega y donación mutua y para siempre. En la sexualidad como un regalo que hay que cuidar y valorar y que tiene unas consecuencias grandiosas cuando se usa como es debido. En el convencimiento de que hemos sido creados para ser libres y no esclavos “del vicio que nos domina”, que es, como dice el poeta, donde perecen los humanos corazones. En el dominio de sí, en el autocontrol, en la fortaleza, en la lucha, incluso, contra las propias debilidades y flaquezas. Que así, presumiblemente, no necesitarán que nadie les explique si cuando es no, es no, o tal vez, o sí, o ya veremos.