Del mismo modo que Fernando Alonso nunca será Fangio, Évole nunca será Balbín, Pablo Motos nunca será Íñigo y Ferreras nunca será Amestoy. Lo que ha ganado el Mclaren del piloto asturiano en alerón trasero lo ha perdido en épica en la chicane, del mismo modo que lo que ha ganado el periodismo contemporáneo en inmediatez lo ha perdido en frescura. La frescura, en periodismo, no consiste en emitir en directo una concentración antitaurina, sino en propiciar que Palomo Linares y Paco Camino casi lleguen a las manos en 1975 en un plató de televisión. Y que se emplacen a la salida para partirse la cara, que es la femoral de los toreros los días que no se visten de luces.
Íñigo, más que patentar en Directísimo la fórmula Sálvame, sabía aventar la polémica sin que se le notara, al modo en que el niño que rompe la vajilla buena pone ojos angelicales cuando acude la madre para calibrar el estropicio. Íñigo era, pues, un periodista antisistema bien educado. Como Amestoy, a quien la democracia le debe un par de estatuas por contribuir a la concordia de una sociedad que entendió por sus programas que la trenca y el abrigo Loden, el progre y el pijo, tenían la obligación de ir de la mano. Como Balbín, que dotó al debate político de tal grosor intelectual que al espectador le apetecía pensar lo contrario que los tertulianos no más que para que le sacaran del error.
De manera que tras el duelo nacional por la muerte de Íñigo se esconde el duelo por el fin de una etapa en la que la discusión hacía mejores a unos españoles que hoy, a la hora de polemizar, han retornado a la hoz y al yugo, es decir, a la posición maniquea. De una época, y esto es lo importante, en el que Dios no sólo estaba presente entre los pucheros, sino también en las puertas abiertas, en los apretones de mano y en el modo de hacer televisión. No es que la parrilla de La Primera se configurara en base a la programación religiosa, es que el periodista, incluso el ateo, se sabía consecuencia del catolicismo.