El Abraham de la parábola parece decir que lo segundo, sin lo primero, carece de eficacia. Pensándolo bien, podríamos, fácilmente, ponernos del lado del personaje desventurado: ¿acaso no sería más adecuado enviar a uno de los muertos para que orientara a sus cinco hermanos por el buen camino? ¿No sería este un hecho de una contundencia incontrastable?
Ahora ya no en el plano de la ficción, propio de las parábolas, sino en el de la realidad histórica misma, los relatos del Resucitado consignados en los evangelios nos presentan por fin a ese hombre que viene del mundo de los muertos y ha recobrado la vida: Jesús de Nazaret. Y sin embargo, sus apariciones, en efecto, no resultan todo lo convincentes que, en principio, pudiera esperarse de una situación así. Su irrupción en la escena no impone la desbordante e inédita realidad de este acontecimiento.
Los caminantes de Emaús, amigos de Jesús, lo toman por un forastero despistado y descargan sobre él sus frustraciones. Poco después, los discípulos vacilantes y atemorizados creen estar ante un fantasma o un espíritu. María Magdalena conversa con él considerando que se trata del jardinero del lugar. Varios discípulos que han salido de pesca en el mar de Tiberíades no reconocen a un hombre que al amanecer habla con ellos desde la orilla y se atreve a indicarles el lugar adecuado donde echar las redes, luego de una noche fatal donde no han obtenido absolutamente nada.
El hecho mismo de su aparición es insuficiente. Los ojos de los discípulos no alcanzan a descifrar lo que está sucediendo. Su presencia, su existencia gloriosa, su cuerpo lleno del poder del Espíritu Santo se deja percibir con dificultad, no se conforma dócilmente a los radares de los sentidos, sino que rebasa los tejidos de la existencia presente; no fulmina con una atracción que obligue desde fuera a aceptar la evidencia por la fuerza o la espectacularidad. Todo procede ambiguamente, como entre tinieblas, como entre un ver y no ver, como si el punto de encuentro con este nuevo mundo que trae el Cristo resucitado se hallase en el despertar del alba, en el despertar de las emociones, de los reencuentros, como si todo lo que nos rodeara pudiera ser desnudado y presentado bajo esa tenue y equívoca luz que no nos permite ver con claridad pero que indica el día inaugural de un mundo que está amaneciendo. Por otra parte, la vaporosa presencia del Resucitado entre sus discípulos, imbuida de un hálito evanescente y efímero, es de una ruda concreción. Jesús es enfático al mostrar su cuerpo y sus huesos, y al pedir que toquen las heridas de sus manos y sus pies. Y no pierde la oportunidad de comerse un buen pescado asado ni de instruir a sus discípulos. «Soy yo mismo», dice.
Este Jesús corporal y glorioso vulnera habitaciones cerradas y es inasible. «No me retengas» —le dice a María Magdalena—, «todavía no he subido al Padre». «Subo a mi Padre»… La felicidad de María es afectada por este influjo en ascenso, pero no puede ser retenida; se dispara hacia una meta que se resiste a ser poseída pero titila como una promesa que nos aguarda.
Aquellos cuarenta días en que Cristo se apareció a sus discípulos revelan, precisamente, la transición hacia ese nuevo lugar en lo alto desde el que reina, y que es la plenitud de la vida divina. Es alto pero no lejano, sino íntimo. No es superficial, no se ve con los ojos. Jesús dispone a los discípulos para este nuevo espacio de relación invisible que se realiza por medio del Espíritu Santo.
A partir de la ascensión, Cristo se ocultará definitivamente a la vista de los discípulos. Pero ellos se llenarán de alegría. Porque a medida que se apague su percepción ocular, sentirán su cercanía de una manera jamás experimentada hasta entonces.
El Resucitado nos enseña que el ver tiene su límite. Que su vida no se puede retener, asegurar, confirmar, cuantificar, probar ni medir…, sino que despunta allí donde hay ojos entrenados para ver lo que no se ve. Sin embargo, dirá santa Teresa de Jesús— «está tan muerta la fe, que queremos más lo que vemos que lo que ella nos dice».