“Se puso en camino adonde estaba su padre: cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’” (Lc 15, 20-24)
La parábola del hijo pródigo es fuente de innumerables lecciones. Pero esta semana podemos fijarnos en la actitud del hijo pequeño, el mal hijo que abandonó la casa del Padre para vivir su vida lejos de él. Todos estamos retratados, de alguna manera, en ese muchacho díscolo. Pero si bien él es un mal ejemplo en cuanto al pecado, es un modelo a seguir en lo que respecta a la reconciliación con Dios, en la vuelta a casa. Según la parábola, los motivos para volver fueron absolutamente egoístas, pero al Padre no le importó; ordenó la gran fiesta para celebrar el regreso de su querido hijo, que estaba perdido y había sido recuperado. Esta semana debemos plantearnos precisamente ese regreso y debemos hacerlo desde donde estemos y por el mejor de los motivos: darle una alegría merecida a Dios nuestro Padre.
Seguramente la mayoría de nosotros no nos hayamos ido nunca de la casa paterna, incluso es posible que no estemos en pecado mortal o hasta que nunca hayamos cometido ninguno; pero incluso en ese caso es necesario volver, en el sentido de acercarnos más, de estrechar los lazos de amor y gratitud con quien tanto nos ama. Y es necesario hacerlo también para compensar los abandonos de otros, para consolar al Padre común por las heridas que le producen otros de sus hijos, muchísimos por desgracia. Volver a la casa paterna significa aumentar la oración, aumentar la contemplación, aumentar las motivaciones de agradecimiento para con Dios. Y desde esas motivaciones hacer que nuestras obras estén llenas de generosidad y de misericordia para con el prójimo.