Cuenta el Evangelio de Juan que luego de haber advertido que la puerta del sepulcro de Jesús había sido removida, de haber dado la alarma a Pedro y al discípulo amado, que se hicieron presentes de inmediato, y después de que estos se hubiesen marchado, María Magdalena se quedó allí afuera, llorando.
Había partido hacia el sepulcro a la hora más temprana posible, cuando todavía estaba oscuro, entre dos luces. Los acontecimientos del viernes habían sido terribles, y el sábado era día de descanso. Solo ahora, el primer día de la semana, nuestro domingo, cuando está amaneciendo sobre Jerusalén, puede dirigirse hasta la huerta donde se encuentra la tumba en que José de Arimatea y Nicodemo habían dado sepultura a los restos de Jesús.
Había ido hasta allí probablemente para eso, para llorarlo. El descubrimiento de la desaparición del cuerpo y la remoción de la piedra, no hicieron sino agregar un motivo más de inquietud en su estado de ánimo, abatido por el drama de las horas vividas. Los evangelios sinópticos indican que Jesús había expulsado de ella siete demonios, es decir, la había curado de alguna peligrosa enfermedad. Podemos suponer lo que esta pérdida representaba para ella, no solo porque Jesús la había salvado, sino por todo lo que pudo forjarse más tarde, en las horas de amistad compartidas en el grupo que solía ir con Jesús de pueblo en pueblo, y del que María Magdalena participaba.
Se había quedado junto a la tumba vacía, lo cual, simbólicamente, reforzaría la sensación de su vacío interior, de la nada y de la muerte. Aquel que estaba, ya no está.
La ciudad, contrastando con este episodio marginal, rebosaba de movimiento, alegría y exultación, porque la fiesta de pascua atraía a peregrinos de todas partes. El historiador Flavio Josefo estimó en dos millones y medio los que confluyeron en una de las últimas pascuas judías, la del año 66 d. C. Debían ser alojados en las casas, entre parientes o amigos, prontos para celebrar en familia la cena pascual que tenía lugar el día 14 del mes de Nisán, fecha del calendario lunar judío que conmemoraba la salida del pueblo cautivo en Egipto hacia la libertad y la tierra prometida, producida hacía más de doce siglos, acontecimiento fundacional y unificador de Israel.
María Magdalena fue la primera que lo vio, y que habló con él después de muerto, la primera que se topó con el Resucitado. Sin embargo, no lo reconoció a simple vista, no lo descubrió según su apariencia, y hasta conversó con él en el entendido de que se trataba del cuidador de la huerta donde se situaba el sepulcro. Algo semejante les sucede a los dos amargados discípulos que emprenden entre discusiones y reproches el regreso a su pueblo Emaús, y ven cómo un caminante a quien toman por forastero se entromete en la conversación y finge desconocer los sucesos de la crucifixión que lo habían tenido a él por protagonista. Nuevamente, al amanecer de una larga y mala noche en que los discípulos no pudieron pescar nada en el lago de Tiberíades, un desconocido desde la orilla les pide algo para comer. En relación a la escena de María Magdalena, es nuestro «jardinero», claro, quien tomó también la iniciativa: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?»
El Resucitado —parece decirnos el evangelio—, no es reconocible en la evidencia, no es fácilmente detectable. A pesar de que es él quien provoca el encuentro, y se entromete en nuestros asuntos. Mientras tirábamos las redes en la noche estéril, él estaba allí. Mientras discutíamos por el camino, él venía entre nosotros. Mientras lloraba junto a la tumba vacía, él estaba detrás de mí. María «se dio vuelta —señala san Juan— y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció».
Su condición gloriosa se manifiesta de modo tenue y ambiguo. Sigue estando velada, discretamente escondida y disimulada, y solo trasparece gradualmente en el curso del encuentro y del diálogo, sujeta a la propia apertura (la fe), la que cada uno de nosotros está dispuesto a dispensarle. Hay algo que asemeja a María Magdalena, los apóstoles en la noche del lago, y los discípulos de Emaús, algo que nuevamente parece entorpecer la visión del Resucitado, ayer y hoy: el sufrimiento, la frustración, el dolor. La cruz. La cruz que ocultó la gloria de Dios en el Calvario… Pero Dios ha querido revelar su poder en esa misma ocultación. Es en nuestra cruz donde él nos visita. Es solo por la pasión que se accede a la resurrección.
Los encuentros con el Resucitado se presentan como destellos luminosos y fugaces de vida nueva, trazos de «zoé» (la vida que es vida, la vida divina) que vamos atisbando entre las cruces y atardeceres de nuestros días, y que presagian la fuerza de un mundo enteramente nuevo que se está pariendo. Los discípulos de Emaús sienten arder esta vida en sus corazones cascoteados, y le piden a Jesús que se quede con ellos ahora que el día se apaga. Pero una vez que lo reconocieron, había ya desaparecido de su vista. Tampoco María puede perpetuar ese pedazo de cielo que está viviendo: «No me retengas, porque todavía no he subido al Padre».
«La fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que ha de venir y que está todavía totalmente ausente; la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una “prueba” de lo que aún no se ve. Esta atrae al futuro dentro del presente, de modo que el futuro ya no es el puro “todavía-no”. El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes, y las presentes en las futuras» (Benedicto XVI, Spe salvi, n.º 7).