Cuando por fin se sentaron a cenar y seguían comentando y discutiendo los acontecimientos, he aquí que de repente sus ojos se desorbitaron y un escalofrío de miedo recorrió sus cuerpos. Incrédulos, no creían lo que veían, a lo más pensaban en un fantasma, porque ¡Jesús estaba allí, en medio de ellos! Sobresaltados, no atinaban a ver la realidad, y espantados debieron retroceder asustados.
¿Por qué os turbáis...? Tiene que decirles el Señor. Mirad mis manos y mis pies. Soy yo mismo. (Lc 24, 38).
Se puede uno imaginar al Señor sonriendo y extendiendo sus manos al decirles:
Palpadme y ved… (Lc 24, 39).
¿Se rió divertido al agregar convincente «… un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo (Lc 24, 38-39)»?
En ese momento, el gran psicólogo que es San Lucas, nos cuenta que los Once, locos de alegría, no acababan de creérselo y solo parecían tener ojos y cerebro para cerciorarse de que lo que veían sus ojos era un hecho real y no una ilusión.
Y de nuevo, Cristo, el bondadoso Señor, se muestra comprensivo y comprendiéndolos deja de hablarles de su poca fe, y condesciende a darles otra prueba de su realidad física. Les pregunta:
¿Tenéis aquí algo de comer? (Lc 24, 41).
Es fácil adivinar, primero la extrañeza y después el precipitarse a ofrecerle un trozo de pez asado. Mientras Cristo los miraba sonriente, los Once, con la boca abierta, contemplaron el inaudito espectáculo de verlo llevarse a la boca el pescado, masticarlo y ¡tragárselo! Aquello era sencillamente maravilloso. Faltaba solo decir: pero si come como nosotros... si le vemos masticar... y beber como una persona humana...
Es lógico pensar que el Señor, después de la prueba, conversó con ellos hasta el momento en que tomó un aire solemne, ratificado por las palabras ceremoniales de introducción al poder que iba a conferirles:
La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío (Jn 20, 21).
Dicho esto procedió a una singular acción como si quisiera darles a entender lo trascendental del acto, sopló sobre ellos y, solemnemente, les dijo:
Recibid el Espíritu Santo (Jn 20, 22).
Quizá hizo aquí una ligera pausa para inmediatamente continuar:
A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados.
¡Inaudito poder, porque solo Dios puede perdonarlos! Y concluyó:
... A quienes se los retengáis, les quedan retenidos
(Jn 20, 23).
Estremecedora y pesada facultad que desde entonces, y por primera vez en la historia, poseen unos simples hombres, que al pronunciar las palabras Ego te absolvo ven pasar a través de sus pecadoras personas el hálito divino que transforma, en un puro milagro, el rojo escarlata de los pecados del humilde penitente arrodillado a sus pies, en la más deslumbrante blancura que jamás ha podido contemplarse.
"El Evangelio vivido". RP Miguel de Bernabé, páginas 330 a 332
Los Tres Mosqueteros