En cierta forma nos pasa como al Apóstol Tomás. Su postura inicial partía de la muerte de Cristo. La pérdida del Señor le llenaba de dudas, dando lugar a que su corazón fuese un caos de oscuridad. A veces perdemos la esperanza porque vemos que las estructuras humanas se desmoronan y quedan en ruinas. No somos capaces de entender que, por mucho que las estructuras son útiles desde el punto de vista humano, no son esenciales para el Espíritu. Lo importante es "Ese Algo" que se puede ver, entender, pero no tocar. Si se fijan en la imagen que acompaña a esta entrada, verán un antiguo templo en ruinas. Ya no hay ornamentos ni Liturgia en su interior. Aunque esto podría ponernos triste, es necesario ver más allá. La belleza es tanta, que no hace falta nada más para sentirnos rodeados de Dios. La Belleza no se ve afectada por el deterioro, ni por la ruina ni por el abandono de las estructuras humanas. La Belleza representa la presencia del Espíritu. Espíritu que no abandona a quienes son fieles a la Palabra, que es Cristo. De nada vale lamentarse por la ruina, porque la Belleza sigue con nosotros y espera que levantemos la cabeza, sequemos nuestras lágrimas y la miremos de frente.
Tomás no era capaz de ver más allá de la aparente, superficial e instrumental en el momento que le tocó vivir. Para él, la ruina de la estructura pre-apostólica era el final de todo. Por eso necesitaba tocar con sus manos las heridas del Señor para creer. Tomás necesitaba una Luz que iluminara su corazón, empezando por el entendimiento profundo de lo había vivido todos esos años con el Señor. Entendimiento de la muerte de Cristo y de la misión que creía tener. El propio Señor señaló ese entendimiento a los discípulos de Emaús y ellos sintieron que su corazón, la centralidad de su ser, ardía a medida que comprendían que su desesperanza provenía de quedarse en las apariencias de lo ocurrido.
Y dijo Dios: Que exista la luz. Y la luz existió. Y separó Dios la luz de la tiniebla: llamó Dios a la luz 'Día', y a la tiniebla 'Noche'» (Gn 1,2s)... «Este es el día que hizo el Señor». Es el día del cual habla el apóstol cuando dice: «En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor» (Ef 5,8)...
¿Acaso Tomás no era un hombre, uno de sus discípulos, un hombre, por decirlo de alguna manera, sacado de la multitud? Sus hermanos le decían: «Hemos visto al Señor». Y él decía: «Si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». Los evangelistas te traen la noticia, ¿y tú no crees? ¿El mundo ha creído, y un discípulo no?... No había llegado todavía este día que hizo el Señor; las tinieblas estaban todavía sobre el abismo, en las profundidades del corazón humano que estaba en tinieblas. Que venga pues aquel que es la punta del día, que venga y que diga con paciencia, con dulzura, sin cólera, él que es el que cura: «Ven. Ven, toca aquí y cree. Tú has dicho: 'Si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo'. Ven, toca, mete tu dedo y no seas incrédulo, sino creyente. Yo conocía tus heridas, he guardado para ti mi cicatriz».
El discípulo, acercando su mano, puede completar enteramente su fe. ¿Cuál es, en efecto, la plenitud de la fe? Creer que Cristo no es tan sólo hombre, creer que Cristo tampoco es solamente Dios, sino creer que es hombre y Dios... Por eso el discípulo al cual su Salvador hizo tocar los miembros de su cuerpo y sus cicatrices, exclama: «Mi Señor y mi Dios». Ha tocado al hombre, en él ha reconocido a Dios. Ha tocado la carne, y se giró hacia la Palabra, porque «la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). La Palabra soportó que su carne colgara de un madero...; La Palabra soportó que su carne fuera colocada en un sepulcro. La Palabra ha resucitado su propia carne, la mostró a los ojos de sus discípulos, se prestó a ser tocada por sus manos. Ellos tocan y exclaman: «¡Mi Señor y mi Dios!» (San Agustín. Sermón 258)
Cristo dejó claro que el mismo templo de Jerusalén podía ser reedificado tras tres días de tinieblas. Hoy nos pasa un poco lo mismo. Leemos estadísticas de vocaciones y de asistencia a misa dominical. Leemos que los organismos y estructuras eclesiales evidencian signos de agotamiento y de evidente ruina. Esto nos hace sentirnos tristes hasta llegar a desesperarnos. Los esfuerzos que hacemos se muestran inútiles. En la desesperación algunos tiran la toalla. Otros toman las armas y se ponen a guerrear para defender las pocas estructuras que quedan todavía en pie. Es como si defendieran la propia tumba de Cristo. Como sí lo importante fuese el cuerpo del Señor y no su resurrección.
Como bien indica San Agustín, necesitamos la Luz de Dios para iluminar el caos que anida en nuestro ser. Necesitamos docilidad ante la Voluntad de Dios. Necesitamos darnos cuenta que “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (Sal 127). Las estructuras eclesiales se derrumban y no será por falta de esfuerzos humanos por revertir la situación. Tenemos que poner la esperanza en Cristo y no dedicarnos a custodiar tumbas ni estructuras caducas. Por muy maravillosas y espectaculares que fuesen en el pasado, el Señor ha resucitado y hay una tierra y un cielo nuevo esperando que dejemos los lamentos y alcemos la vista.
Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más (Ap 21, 1)