La despedida de Jesús en su paso por la tierra fue a lo grande. El amor de Dios por los hombres se derramó con una generosidad infinita. Los últimos tres días dieron fe de aquellas palabras del evangelista Juan: “Habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo”.
Los regalos del Jueves fueron de lecciones y alimentos. La gran lección, la que culminaba toda su enseñanza ética: Amaos unos a otros como yo os he amado, y ahí el acento está en el “como yo”, que habla claramente de su autoconciencia divina, pues nadie salvo Dios puede ponerse a sí mismo como modelo sin pecar de soberbia al hacerlo. El alimento fue la Eucaristía, su Cuerpo y su Sangre, presencia real y sagrada, solemne y sencilla, fuerza y misterio. Y el tercer regalo de esa maravillosa tarde fue el sacerdocio, como pieza imprescindible del sacrificio eucarístico; un sacerdocio de servicio y no de dominación, pero de un servicio que empieza por dar lo que nadie más puede dar: los sacramentos y, sobre todo, la Eucaristía.
El Viernes también fue pródigo en regalos, aunque el contexto era diferente: de la fiesta de la cena se pasó a la tragedia de la traición y la muerte. En la Cruz nos regaló a su Madre como madre nuestra y jamás, jamás, jamás podremos agradecérselo lo suficiente. Nos dejó ver lo íntimo de su alma desgarrada cuando gritó en voz alta, para que todos lo oyéramos, aquel “Dios mío, por qué me has abandonado”, y para que, oyéndolo, entendiéramos que ante el dolor Dios admite la duda y que la noche oscura no es un paseo dulce por un campo de flores; pero también nos regaló otro grito, otra palabra, la misma que dijo su Madre posibilitando que Él pudiera hacerse hombre: “fiat”, me fío, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y para terminar de mostrarnos que era uno de los nuestros, pero que se entregaba como uno distinto, un Dios-hombre que muere como hombre y salva como Dios, derramó su sangre para envolvernos en el abrazo salvador de su divina misericordia.
Y luego llegó la madrugada del domingo, donde culminó la entrega de regalos de aquel triduo maravilloso. Con la resurrección dio justificación a la esperanza. Sus tres promesas se cumplían en esa hora: estaré a tu lado cuando sufras, te perdonaré cada vez que pidas perdón y, por mi sangre derramada, te abriré las puertas del cielo.
Tres días, siete regalos. Los últimos, no los únicos, porque había empezado a repartir sus dones desde que estuvo en el vientre de su Madre. Los definitivos. Más que suficientes para decir, con el poeta: “Muéveme, en fin, tu amor y en tal manera, que aunque no hubiera cielo yo te amara”. Por eso, agradecer tanto amor no es una opción, es un deber de bien nacido.