Esto es una blasfemia. Así de sencillo y así de grave. Según informa la Agencia EFE: «Un belén con seis minaretes se expone en la iglesia del Sagrado Corazón de Bellinzona, Suiza. La intención del pesebre es provocar reflexiones sobre la fraternidad y los derechos humanos, después de que más del 57 por ciento de los votantes suizos eligieran en el referendo popular del pasado 29 de noviembre apoyar una moción de la extrema derecha a favor de la prohibición de construir minaretes en las mezquitas. A los pies del pesebre se ha colocado un libro que contiene versos de la Biblia y del Corán sobre el agua. El monje franciscano Callisto Caldelari ha sido el encargado de bendecir el belén. EFE/Karl Mathis».
Reproducimos el texto tal y como ha sido publicado en los medios. Pero detrás de esta horrorosa deformación del más elemental sentido de la Encarnación del Hijo de Dios late todo el peso de la autoridad de los obispos suizos que con anterioridad al referendum que ha ratificado popularmente la ilegalidad de la construcción de los minaretes hicieron pública una nota de rechazo a la iniciativa acogiéndose a la libertad religiosa. Para ellos «Los minaretes, como los campanarios de las iglesias, son un signo de presencia pública de una religión». Con posterioridad a la consulta la Conferencia Episcopal suiza lamentó el resultado y su portavoz, Walter Müller, declaró que es «un obstáculo en el camino a la integración y al diálogo interreligioso en el respeto mutuo». Por cierto, que del perfil del episcopado suizo da una idea el hecho de que, a finales de noviembre, los medios de comunicación informaban de que Norbert Brunner —llamado a ser presidente de la Conferencia Episcopal desde el 1 de enero— afirmó que el celibato de los curas católicos debería ser voluntario y que estaría dispuesto a ordenar a sacerdotes casados.
Iniciativas como la imagen blasfema que estamos comentando han ido acompañadas de otras como las del sacerdote de la ciudad de Bassel que colocó a la entrada de su templo un cartel con el siguiente texto: «la torre de la iglesia es también el minarete de la mezquita». Después del anuncio, el cura leyó versículos de la Biblia, lo mismo efectuó un imán turco que leyó versículos del Corán.
Encontramos en todos estos sedicentes católicos la misma tendencia a relativizar las verdades de Fe hasta el punto de considerarlas simples sutilezas, juegos de palabras o coartada de intereses temporales cuya superación es necesaria para edificar un mundo aparentemente en paz.
De esta manera, los conflictos de antaño darían paso al solapamiento de grupos humanos indiferenciados en lo religioso y, como consecuencia, en lo cultural. Bajo diversas formas (cristianismo, judaísmo, islamismo…) los hombres vendrían a convivir conservando formas rituales exteriores pero compartiendo un discurso antropocéntrico al que habrían quedado reducidas lo que antes parecían divergencias dogmáticas. Por otra parte, como las sociedades modernas han renunciado a cualquier fundamentación del orden social sobre las verdades reveladas, la supervivencia de hombres anclados en las formas religiosas del pasado no debería plantear mayores problemas de convivencia con aquellos otros que ya han renunciado a cualquier referencia religiosa, referencias cuyo ámbito todos estarían de acuerdo en relegar a un terreno puramente individual. De ahí afirmaciones del género «yo no soy partidario del aborto pero no puedo imponer mis ideas a los demás».
Este escenario que parece imponerse de manera irremediable, no podrá consolidarse aunque cuente con respaldos poderosos y se vea promovido por propuestas como la alianza de civilizaciones o por el discurso de determinados líderes religiosos, sobre todo los procedentes del catolicismo porque choca con la esencia misma de la realidad.
A diferencia de lo que ocurre con otras religiones (como la musulmana o la judía) que siguen configurando la ordenación sociopolítica en los países en que han sido impuestas, el cristianismo ha desaparecido como fundamento consciente de cualquiera de las naciones que formaron la Cristiandad al tiempo que desde el Vaticano se han promovido formas pseudo-litúrgicas de contenido sincrético; preludio tal vez del culto humanista del mañana. El rito aberrante de una oración alrededor de un árbol protagonizado por hombres y mujeres de distintas creencias se ha practicado hasta en las diócesis más apartadas del mundo y es un ejemplo práctico de esta supra-religión en la que resultan irrelevantes los contenidos dogmáticos.
El fracaso de este camino hacia ninguna parte se puede vaticinar sin temor a errar porque olvida dos cosas:
1. Que las creencias religiosas no son homologables ni asimilables entre sí. De la propia existencia de una diversidad de religiones con contenidos muchas veces incompatibles se deduce que no todas pueden ser verdaderas. Sostener que ninguna de las religiones puede responder a una revelación objetiva resulta menos ilógico que postular que todas ellas lo hacen aunque sea en grados diferentes. A mi juicio resulta más coherente, aunque no por ello acertado, negarse a dar el salto en el vacío que supone el acto de fe que, una vez, dado admitir que pueda tener por objeto afirmaciones contradictorias.
2. Por su propia naturaleza, no puede haber comunidad humana sin fundamento religioso. Una agrupación de hombres sin tal fundamento nunca sería una comunidad en el sentido en que la define el sociólogo Ferdinand Tönnies: como voluntad orgánica cimentada en un sobre-ti comunitario (una fe, un imperativo raíz), en la que el todo es antes que las partes y el pensamiento se halla envuelto por una voluntad y dotado de un sentido axiológico. Para el conde de Maistre, toda sociedad histórica es ante todo comunión de valores, convicciones y sentimientos. Y la naturaleza de esa comunidad y de esa fe vinculadora es, siempre y universalmente religiosa.
La superioridad de la comunidad histórica fundamentada en la revelación católica contrasta con la soberbia que el mundo moderno emplea para juzgar y condenar el pasado de la Cristiandad silenciando su propia tragedia que cabalga sobre millones de cadáveres: desde la guillotina al Gulag para desembocar en el suicidio vital de Occidente.
Tan absurdo es edificar un mundo sin Dios como hacerlo sobre una abstracción sincrética de religiones basada en afirmaciones del género adoramos al mismo dios. No es posible la Paz difuminando la firmeza de la adhesión a la verdad revelada. La institución fundada por el mismo Dios no puede olvidar que ha sido creada para guardar dicha verdad inalterable y para que la humanidad, regenerada en su seno, edifique la ciudad terrena como lugar de tránsito hacia la definitiva Ciudad de Dios.