Por el heroísmo a la santidad
Atendido en sus deseos, el 29 de agosto llega a España[1]. Sin perder horas se encamina al frente del Guadarrama y durante dos días ejerce su ministerio cerca de las fuerzas combatientes. Abundan allí los capellanes y, en cambio, faltan en el ejército del sur. Siente impaciencia por llegar a Extremadura, por cuyos caminos asciende la columna formada con tropas africanas y de las guarniciones andaluzas y voluntarios. El 5 de septiembre es recibido en Cáceres por el general Franco y le dice:
“-Trabaje usted, páter, cuanto pueda por el bien espiritual de nuestros soldados”.
Incorporado a la columna del teniente Asensio, es designado capellán de la Cuarta Bandera de la Legión, mandada por el comandante Vierna, diezmada en enconados y duros combates en su avance ininterrumpido hacia Talavera. La Cuarta Bandera había penetrado a pecho limpio en Badajoz por la puerta de la Trinidad, verdadero pasadizo de muerte; ocupo Mérida y Oropesa, para continuar como flecha certera en dirección a Toledo y Madrid.
Cuando se presentó en la Legión, el padre Huidobro llevaba por todo equipaje un breviario. Era alto, flaco y pálido; descaecido por la mortificación y el insomnio; con unos ojos grandes y risueños a través de unas gafas de concha. Vestía un mono azul y se cubría con una boina. Su aspecto no le predisponía bien ante aquellos guerreros, hombres de tatuajes y cicatrices, hoscos y desgarrados, carne bronceada y peluda, conforme a la estampa clásica del legionario en acción. El padre Huidobro era una hoja del “Kempis” entre el fragor de las armas. Una azucena en un bosque de bayonetas.
A las pocas horas de su incorporación, vestía el uniforme de legionario con legítimo orgullo, a conciencia de lo mucho que le comprometía.
“El valor -escribía dos meses después a un superior de la Compañía- es tan necesario como el espíritu para poder hacer fruto entre los soldados… Y no basta el espíritu religioso para darlo, sino que se requieren otras cualidades de temperamento y sangre fría”.
El padre Huidobro poseía estas cualidades en grado superlativo. En su primera tarde de capellán legionario, la Cuarta Bandera libra recio combate a cinco kilómetros de Talavera.
La impresión que produjo en su comandante no fue satisfactoria:
«Me pareció un adolescente sin experiencia, hasta el extremo de juzgarle inadaptable para función tan difícil como era la de capellán de la Legión.
Pero los mismos legionarios que al principio se apartaban de él riendo y comentando: “¡Menudo crío nos han traído!”, admiraron poco después su valentía en los combates, y repitieron la misma frase, pero ya en un tono completamente distinto: “¡Menudo crío nos han traído!».
«A los dos o tres días de incorporarse a nuestra Bandera -escribe el sargento Gutiérrez-, ya se empezó a decir lo valiente que era y la forma de andar entre los tiros. Él marchaba en vanguardia, con su crucifijo en la mano y sin armamento alguno. Al levantarnos al día siguiente, le llamé aparte y le dije que aceptara una pistola, pues no se podía hacer lo que él hacía: ir en vanguardia con solo el crucifijo en la mano, expuesto a que lo quitaran de en medio. No hubo forma de convencerlo. Todos mis argumentos eran refutados magníficamente por él y me decía: “¡Rafael: que yo no puedo matar!”. Y no logré convencerlo».
El Ejército nacional marcha sobre Madrid
Desde este día de septiembre hasta abril de 1937, el padre Huidobro participa en la continua y acérrima lucha de la Bandera, y se gana la admiración de los soldados, muy exigentes en aquilatar y reconocer el valor ajeno. ¿Cómo siendo tan abundante la mies del heroísmo en aquellos días y entre aquellas gentes sobresale tan brillante espiga? ¿De qué calidad no serían sus proezas, cuánta su impavidez y cuán fuerte su temple y seguro el dominio de su espíritu?
Testimonios innumerables, muchos recogidos en la semblanza escrita por el padre Rafael Valdés, lo aclaman como al prototipo del hombre sereno, imperturbable, desbordado en su abnegación y sacrificio por sus semejantes, para quien el peligro es clima natural anhelado. Decir que el padre Huidobro va siempre en vanguardia, no basta. También hay grados y estados en el riesgo. El capellán elige los más subidos y difíciles: las zonas hirvientes de metralla, parapetos de fortuna, las primeras trincheras a donde sólo se llega arrastrándose, enclavadas en una franja de terreno mal denominada tierra de nadie, puesto que tiene dueños absolutos: la desolación y la muerte. Allí, muchas veces, esfumadas las diferencias, el capellán prestaba sus auxilios, absolvía a los moribundos sin fijarse en su procedencia; enfebrecido y afanoso por salvar las almas.
El padre Huidobro escribe en una carta:
“Hay en esta vida militar, que ahora es mi vida, distintas clases de trabajo: trabajo en los días de combate, trabajo en los días de descanso, y trabajo en los pueblos. Porque en los días de combate hay que jugarse gozosamente la vida para asistir a los heridos; y en los días de descanso hay que ganarse amigos para que, una mañana cualquiera, se decidan a confesar…”.
La figura del padre Huidobro se iba de día en día agigantando, como la de un hombre que se olvidaba de sí mismo para prodigarse con los demás.
En una de las más duras y sangrientas peleas en la Casa de Campo, en diciembre de 1936, ejercía su piadosa misión en un puesto de socorro, azotado por un vendaval de fuego y plomo. Estando en esta situación, uno de los proyectiles que entraron dentro de la casa golpeó al padre Huidobro junto a la rodilla en la rótula, atravesándole la pierna la bala y también le había atravesado los tendones, aspecto que le hacía sangrar mucho. A pesar de su herida, no consintió ser evacuado del puesto de socorro a otros más atrasados en la retaguardia, porque, como él decía, tenía que atender a los numerosos heridos que continuaban llegando.
En carta escrita días después describe con brevísima sencillez:
“La mañana del mismo día 9 entró herido en la caseta donde yo estaba ya con el balazo, un oficial de carros de combate. Me arrastré a su lado, y tendidos los dos en el suelo, le confesé, porque tenía el pecho herido de un balazo explosivo y estaba pálido como un muerto”.
Sacarlo de aquel deleznable refugio costó ruegos y esfuerzos, pues el capellán se negaba a abandonar a tantos heridos y agonizantes, hacinados en la insegura estancia. Lo evacuaron al hospital de Griñón, que estaba instalado en el que fue colegio de Hermanos de la Doctrina Cristiana; desde allí, hechas las primeras curas, es trasladado al hospital de Talavera.
“Mi herida -dice en una carta- me avergüenza. Ha sido una herida de postín, un tiro de suerte para provocar homenajes y felicitaciones”.
En otra carta piensa lo que de hecho sucederá:
«Estoy con un presentimiento de que la próxima herida será mortal. Ya sabes que el legionario es “el novio de la muerte”, y yo con ellos a todas partes. ¡Qué ruin es la naturaleza! Cuesta, aunque parezca mentira, hacerse a la idea de morir por ellos».
[1] El 29 de noviembre de 1958, en el periódico ABC, Joaquín Arrarás traza una bella semblanza del siervo de Dios Fernando Huidobro, con ocasión del traslado de sus restos mortales desde el colegio de Jesuitas, de Aranjuez, al atrio de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, en la calle de Serrano.