El periodista no es notario, sino fiscal de la realidad. El notario se limita a levantar acta del fallecimiento de una decena de bebés en Alepo. El fiscal determina que han sido víctimas del bombardeo de la aviación rusa y, por la blusa desabrochada de una mujer, deduce que la matanza se ha producido en mitad de la primera toma. Ya en España, el notario se limita a certificar que el sujetador de Rita Maestre no es de color carne, en tanto que el fiscal ahonda en las razones que le llevan a mostrarlo en una capilla a la hora del Ángelus.
En mi profesión abundan los redactores con vocación de notario porque es menos peligroso describir los movimientos de judoca de Putin que denunciar el modo en que el primer dan moscovita estrangula a la disidencia. O, en el ámbito de la fe, cuestionar el milagro que pedir otra ronda en Caná. Tiene su explicación: si cuestionas el milagro es posible que te fiche Roures, en tanto que si pides otra ronda te empiezas a preguntar porque nunca se acaba el vino cuando sales de juerga con Jesús.
Si el periodista opta por la Sexta es porque no quiere hacerse preguntas, sino hacerlas. Si se las hiciera, descubriría que quien sale de juerga con Jesús llega fresco a la madrugada, porque pasa toda la noche en oración y en escucha, mientras que quien sale de juerga con Roures acaba con el mismo gesto de resaca que Wyoming. Como Monzón, la mayor parte de mis compañeros con nómina lleva a gala no creer en Dios, que es como llevar a gala ponerse la camisa con el cuello sucio o eructar en público. Puede que transmitir una imagen descristianizada de la realidad les reporte un salario, no digo que no, pero un trienio parece poca cosa al lado de la vida eterna.