Isaías 50, 4-7; Filipenses 25 6-11; Marcos 11,1-10; Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 15, 1-39
«Llevaron el borrico, le echaron encima sus mantos y Jesús se montó. Muchos alfombraron el camino con sus mantos, otros con ramas cortadas»
«Me gustan las personas de una pieza. Son siempre una roca firme. Lo que piensan hoy lo subscriben mañana. Lo que hoy defienden como central, mañana sigue siendo un pilar en su camino»
«Llevaron el borrico, le echaron encima sus mantos y Jesús se montó. Muchos alfombraron el camino con sus mantos, otros con ramas cortadas»
«Me gustan las personas de una pieza. Son siempre una roca firme. Lo que piensan hoy lo subscriben mañana. Lo que hoy defienden como central, mañana sigue siendo un pilar en su camino»
Hoy en día es el testimonio lo que tiene fuerza. Mucho más que las palabras que se quedan vacías cuando no están acompañadas por obras. Pierden peso y se las lleva el viento. Y las olvido. Lo que escucho o leo tiene más autoridad dependiendo de quién lo escriba. Y a veces veo cómo se pretende dar más fuerza a unas palabras atribuyéndoselas a alguien importante. Si lo dijo un santo las palabras tienen un relieve especial. Parece magia. Si lo dice un desconocido, las mismas palabras pierden todo su poder. Muchas veces me pregunto cuál es mi testimonio. Pienso en los que se exponen contando su vida, lo que les ha pasado. Hay una gran sed, un anhelo muy grande, por escuchar experiencias profundas, radicales, únicas, personales. Una conversión en la que el protagonista pasa de un extremo al otro. Un cambio de vida impensable. Esos testimonios parecen tener una fuerza especial. Un santo, un místico, un asceta, un hombre orante. El testimonio de las obras que son irrefutables. Aunque siempre puedo interpretar lo que veo. Juzgar las intenciones y ver detrás de datos objetivos sentimientos, deseos y sueños escondidos. Detrás de la sangre derramada el motivo que llevó al martirio. La intención parece contar mucho al observar los hechos. No es lo mismo un acto generoso de entrega, de renuncia, hecho por amor o movido por el miedo. No es lo mismo. El mismo acto tiene una fuerza diferente. Ponerme en segundo plano para que sea el otro el que brille o simplemente por miedo a fracasar si me arriesgo. ¿Qué mueve mi corazón en mis acciones? ¿Qué mueve mi alma? ¿Soy sincero? El testimonio de una vida con sentido. El otro día escuché a una de las víctimas del atentado del 4 de marzo del 2004 que años después puede contar su testimonio. Esther Sáez habla de su encuentro con el Señor. Aquella explosión cambió su vida en todos los sentidos. Ella lo explica así: «Sentí una voz en mi interior, que me dijo: - Esther no tengas miedo. Estoy aquí contigo. Me he clavado en esa cruz que te ha tocado vivir para que nunca te sientas sola. Dios es muy tozudo, me agarró para que no le diera la espalda. No me dejó caer. Siguió pegado a mí, como si me dijera que Él nunca se ha bajado de la cruz. Esto supuso un antes y un después. Ahora estoy convencida de que Cristo nos mira siempre y cuanto más sufrimos, más pendiente está de nosotros. Es como si nos dijera: - Sé lo que estás pasando porque Yo lo pasé antes en Getsemaní. No hay que buscar fuera lo que está dentro. Él estaba dentro de mí». Su vida cambió en lo más profundo. Su testimonio, compartido desde la humildad, sin pretensiones, me conmueve. Ella fue subida a la cruz, sin haber hecho nada. Y en la cruz estaba Jesús esperándola para abrazarla en medio de tanto sufrimiento. Su testimonio vale más que mil palabras. Su viacrucis personal acompañada siempre de Jesús que le dijo que no tuviera miedo. Él no se bajó nunca más de su cruz. Sufrir con paz el dolor siempre me parece un milagro. Una obra del cielo. Porque lo normal es responder con mal al mal recibido. Y actuar con ira al sufrir la ira de forma injusta. O mostrarme violento cuando sufro la violencia de los hombres. Las palabras pueden convencer, lo tengo claro, pero el testimonio arrastra. Cuando explico bien las razones y demuestro tener razón, convenzo. Pero es mi ejemplo vivo el que enamora. Una vida ejemplar. No porque haya realizado gestas imposibles, sino porque he vivido una vida normal, con cruces y dolores, pero de forma extraordinaria. Esther se rebeló contra ese Dios que parecía haberla abandonado. La misma frase que Jesús pronunció desde la cruz la dijo ella: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Pero luego Jesús le habló en su corazón. Y le dijo que no temiera. En medio del dolor me siento abrumado. Y le grito a ese Dios que me ha dejado sufrir solo lo que no soy capaz de sufrir. No me siento fuerte. Y me rebelo. Dudo de su poder. De su amor hacia mí. Si me amara de verdad. Si de verdad quisiera proteger mi vida. Obras son amores y no buenas razones. Y a veces en mi cruz no veo el amor hecho obra. No siento que Jesús quiera mi bien. ¿Cómo va a quererlo cuando sufro tanto? El testimonio que tiene más fuerza es el del que sigue creyendo después de haber sentido que Jesús no estaba en el momento en el que más lo necesitaba. En el abandono. En el anonadamiento.
El otro día leía una de esas frases del pensar positivo: «Confía, lo mejor está por venir». Y me dio algo de luz. Lo mejor. Lo que sueño y deseo. Lo que anhelo. Lo que aún no poseo. Reconozco que lo que acarician ahora mis manos ya es muy bueno. No sé si es mejor que otras cosas. Es un regalo ya en el presente. Pero yo me comparo. Siempre con el que está mejor. Rara vez con el que sufre más que yo. Miro al que triunfa, cuando yo he fracasado. Al que conserva a quien ama, cuando yo lo he perdido. Al que está sano y feliz, mientras yo estoy enfermo. Comparándome, nunca seré feliz. Pienso en esa frase. Me gusta mirar al futuro con una sonrisa. Algo mejor aún está por venir. Algo mejor para mi vida, para la vida de los que quiero. Para la vida de los que sufren. Algo mejor que el sufrimiento y que la muerte. Algo mejor que la soledad y el abandono. No quiero que sea un escapismo. Como si al pensar en un mañana mejor pasara de puntillas por mi presente doloroso. No quiero pensar así. Lo veo de otra forma mucho mejor. Lo mejor está por venir. Mejor todavía. Lo máximo. Lo más grande. Eso me alegra el alma. Pensar así me levanta de donde estoy para subir más alto. Pero sin dejar de vivir el hoy, el presente. Creo que algo así vivo en la Semana Santa. Comienzo despacio. Apreciando lo bueno de la vida de Jesús. El presente de esos días está lleno de luz. Hay temores que enturbian el alma. Es cierto. Miedo a morir. Miedo a sufrir. Miedo a que se acabe el presente que es tan bueno. Que tiene tanto valor. ¿Lo mejor es la cruz, la muerte y el dolor? No, es cierto, no puedo verlo como lo mejor. Es verdad que tampoco puedo cambiarlo. Es así. Beso el madero de la cruz. Acepto mi dolor. Pero eso no es lo mejor. Lo mejor es la luz y la vida que están por venir, detrás de la muerte en la cruz. Cuando se ha cerrado la noche. Y ha expirado Jesús su último aliento. ¿Y en mi vida? A veces creo que lo mejor está por venir e intento eludir enfrentarme con mi dolor presente, con mi cruz. Espero que algo pase. Que venga alguien a mi vida y le dé luz. Confío en un pequeño milagro de esos que no son tan grandes. Sólo uno pequeño. Y me lleno de una esperanza extraña como queriendo que mi vida se vista ya de resurrección. Antes de tocar el dolor de la muerte del viernes santo. Un entrenador de fútbol dijo después de una derrota: «La derrota es lo mejor que nos podía pasar». Me llamó la atención. Le pagaban para ganar. Perder siempre es malo. Igual que sufrir. O morir. ¿Era lo mejor que estaba esperando? Tal vez se refería a que en ocasiones una derrota me pone en mi sitio. Me hace más humilde y me anima a cambiar cosas para mejorar. Y una victoria tras otra puede adormecerme y relajarme pensando que siempre va a ser así. Me quedé pensando. Quizás lo mejor no tiene el color que espero, o la forma soñada, o no es precisamente lo que hoy imagino como mejor. ¿Mejor para quién, bajo qué mirada? Depende de la mirada. Muchas veces eso que no veo como lo mejor es lo que acaba sacando lo mejor de mí: «Es terrible cómo la escoria de nuestro yo echa a perder lo mejor que hacemos por los motivos aparentemente más nobles. A través de las pruebas y las dificultades de esta vida, nuestras almas deben ser purificadas de algún modo de esa escoria del yo»[1]. La cruz y el sufrimiento pueden sacar lo mejor de mí. Me duele sólo de pensarlo. Pero es verdad que mi ego es muy grande. Mi orgullo no deja que salga lo mejor que hay en mí. Me hace frágil y débil. Me hace sentirme por encima de muchos. Mi vanidad no saca la mejor versión de mí. Saca la versión más pobre, la más inmadura. Me siento poderoso. Sólo cuento mis victorias. No hay derrotas. Escucho de nuevo: Lo mejor está por venir. Y sé que va a sacar la mejor versión de mí. Esta forma de pensar me hace más sabio. Así no creeré que siempre va a ir todo bien. Es mentira. Sufriré la cruz. Pero sé que del dolor que venga voy a sacar lo mejor. Y sé que todo lo que viva me va a hacer mejor persona, más humano y más de Dios. Puedo ser mejor de lo que soy ahora. No quiero perder nunca esa esperanza. «Produce una inmensa tristeza encontrarse con jóvenes, incluso inteligentes y dotados, en quienes parece haberse extinguido el deseo de vivir, de creer en algo, de tender hacia grandes objetivos, de esperar en un mundo que puede llegar a ser mejor también gracias a su esfuerzo»[2]. Puedo ser mejor cuando vivo el crisol de la cruz y de la prueba. En medio de la carencia y la pérdida. Allí donde me siento más triste y abandonado. Allí tiene sentido todo lo que vivo. Lo mejor está por venir. Tiene razón entonces esa frase. Dios no quiere que sufra, sólo quiere que sea feliz. En mi dolor, Él está a mi lado y saca lo mejor de mí, si me dejo hacer. Confío en todo lo que Dios puede hacer conmigo si me entrego, si me abandono, si no me bajo de mi cruz.
¡Qué importante es tener claro a quién seguir en esta vida! ¿Cuál es el modelo que imito? ¿Quién es aquel que representa valores que me parecen irrenunciables? Decía Enrique Rojas hablando del liderazgo hoy: «Un buen padre vale más que cien maestros. Y una buena madre una universidad doméstica. Educar es acompañar, encauzar. Faltan modelos de identidad sanos. Referentes que uno diga yo quiero parecerme a esta persona cuando sea mayor. Una persona sólida que tira de nosotros. Líder significa el que va delante abriendo camino». ¿A quién sigo? Una mañana me levanto viendo a alguien como modelo. Pero me defrauda por algún motivo. Por lo que dice. Por lo que hace. No me convence y busco a otro. En la vida pública faltan modelos fiables, coherentes, con ideas sólidas, con una forma de vida ejemplar. Es tan difícil. No sé a quién acabo siguiendo. Al primero que destaca en algo. O hace bien alguna cosa. Y me planteo ser como él. Tal vez haya hoy una crisis de liderazgo. Faltan personas firmes, sólidas. Faltan padres sólidos en los que anclarse. Y madres estables y presentes en la vida de sus hijos. Y cuando faltan esos anclajes familiares, ¿dónde se puede buscar la seguridad? A lo mejor fallamos como padres, como educadores, como maestros. Y no hay figuras sólidas a las que poder seguir. Puede que los padres hayan saciado el alma de sus hijos. Están satisfechos con todo lo que tienen. Están apáticos, sin ganas de luchar y esforzarse: «¿Es culpa nuestra el que nuestros hijos tengan más cosas que deseos? Tal vez sí, dado que, como padres, les hemos privado de la gran experiencia de la carencia y la posterior conquista, del placer de disfrutar»[3]. Quiero ser para otros un camino a seguir. Parece demasiado grande. Que cada uno siga su propio camino, pienso con egoísmo. Es más duro pretender marcar una ruta. Y ser coherente a la hora de seguir ese camino. Es más fácil hacer lo que yo quiero. Y pensar que todo vale, todo es posible. Y no soy responsable de nadie. Tal vez es eso. Me cuesta mucho hacerme responsable de otros. Miro a S. José fiel en su camino. Responsable de María y de Jesús. Fiel en la noche de las dudas, cuando el alma se agita y se turba. No es un héroe capaz de todo. No quiere serlo. Se reconoce débil. Pero sí es un hombre fiel, sólido, estable. Un hombre capaz de decir que sí, sin dudar, sin temer. No se siente capaz de todo, pero está lleno de confianza al mirar a Dios. Como un niño que se abre al misterio de lo imposible y confía. Y se hace responsable de la vida que acepta como propia. Y no desiste ante los primeros contratiempos que encuentra en el camino. Miro a S. José. Y pienso en las personas que para mí han sido importantes, me han marcado un camino, han sido rocas en las que me he podido apoyar para no perder el rumbo. Y pienso también en mí mismo. En mi paternidad. En mi responsabilidad. Y en la debilidad de mi alma. En medio de las dudas y los miedos. Necesito aprender a confiar. Dios puede hacer firme mi corazón afligido. Puede ahondar en mi alma enferma y hacerse roca allí. Miro a Jesús que entra en Jerusalén este domingo. Y trato de disuadirlo, me turbo. Quiero que no se fíe, se lo digo al oído. No quiero que sufra, ni que muera. Tampoco quiero sufrir yo, ni morir yo. El otro día leía: «La llave del tesoro no es el tesoro, pero si entregamos la llave entregamos el tesoro. La cruz es una llave especialmente valiosa, aun cuando parezca una locura, un motivo de burla, un escándalo. Nos gustaría ser felices y vivir en un mundo de paz sin pagar ningún precio a cambio. La cruz es un misterio asombroso. Es el signo del amor infinito de Cristo por nosotros»[4]. Me duele seguir a Jesús en medio de una ciudad de Jerusalén llena de ruidos, de violencia, de gritos. Me asusta, tengo miedo de la cruz. Cuando huelo la tensión sigo un camino diferente. ¿No es cierto que me cuesta enfrentar las tensiones? No quiero ni la violencia ni la muerte. Y a veces desisto de seguir los pasos de Jesús. Se adentran demasiado entre esas callejuelas de Jerusalén. No cuenta con protección. Está indefenso. ¿De dónde saca tanta paz? No lo entiendo. Pienso que Jesús es imprudente. Un líder imprudente. Un padre insensato. Puede morir. La cruz es un misterio demasiado farragoso. Una llave imposible. Prefiero llevar una vida fácil. Me atraen súbitamente líderes más prudentes, más cobardes también, no lo niego. Capaces de transar con la comodidad, con la vida fácil. Capaces de adaptarse al color del ambiente que les rodea. Como un camaleón que toma el color del lugar en el que se encuentra, para pasar desapercibido y guardar su vida. No quiero seguir a un héroe que se juega la vida por un ideal elevado e inalcanzable. ¿Qué sentido tiene? Mejor seguir viviendo. Aunque no llegue al lugar con el que antes soñaba. Renuncio a mis sueños. Lo pienso mejor. Me detengo. ¿A quién sigo? Me dan miedo las altas cumbres en las que la seguridad no es un valor tan importante. ¿Soy tan libre como para estar dispuesto a perder la vida? Me da miedo que mi líder sea Jesús. Tan insensato. Tan imprudente. Yo me acomodo en mi liderazgo. No exijo porque no quiero que me exijan. No aspiro a las grandes cumbres. Me da miedo ser así. Caer en la comodidad y aburguesarme. Me asusta ser mediocre. Ese miedo a vivir empantanado buscando satisfacer sólo mis deseos. Quiero asumir las responsabilidades que Dios me confía. Decido seguir a Jesús. Sé que otros lo seguirán en mí. Así se contagia el cristianismo. Por envidia. Deseo vivir como tú vives. Por eso te sigo. Hasta donde vayas.
Siempre me impresiona la multitud de este domingo reunida a las puertas de Jerusalén. Una muchedumbre que aclama a Jesús: «Muchos alfombraron el camino con sus mantos, otros con ramas cortadas en el campo. Los que iban delante y detrás gritaban: - Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor. Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David. ¡Hosanna en el cielo!». Al pensar en ellos me entra la curiosidad. ¿Quién se reuniría ese día para aclamar a Jesús? Imagino que sus discípulos. No sólo los doce, sino ese grupo más amplio de seguidores que acompañaban a Jesús. Hombres y mujeres. Estarían su madre y los más cercanos. Imagino que también estarían los que habían sido curados por Jesús. Estaban agradecidos. Sus amigos de Betania, Lázaro que hacía sólo unos días había vuelto a la vida. Tal vez algunos fariseos como Nicodemo o José de Arimatea que habían optado por reconocer a Jesús como Mesías y creían en Él. Tal vez habría otros que, entusiasmados con la resurrección de Lázaro, esperaban la liberación de Israel. En esta entrada se esconde un deseo tan humano. Hay descontento en el alma y creen en Jesús, en su poder. Es fácil movilizar a una masa de hombres descontentos. Jesús parecía ser la persona indicada para conducir hacia la liberación definitiva. Un líder verdadero. Hacedor de milagros imposibles. Con palabras llenas de verdad y sabiduría. Tenía fuerza y tenía a Dios de su lado. Era su hijo. No podía fallar. ¡Cuántas expectativas tiene el corazón humano! No me cuesta mucho distinguir a esta muchedumbre de la del viernes. La que pide su crucifixión está encabezada por fariseos y otros judíos que veían en Jesús un blasfemo, un estafador, un mentiroso, un farsante. Merecía la muerte ese hombre que decía ser Dios. Y nadie es Dios en la tierra. Jesús también habría defraudado esos días a los que esperaban a un hombre fuerte y lleno de valor. Ante Jesús, flagelado, silencioso, frágil después de la noche del jueves en una cisterna, Barrabás se dibujaba como el hombre fuerte. El descontento del domingo veía en Jesús un liberador. Ahora sólo ve en él un farsante. Es fácil cambiar de opinión. El descontento cambia el objetivo con facilidad. Jesús no había estado a la altura. A lo mejor Barrabás podría hacer algo más. Y si no él otro mejor. No importaba. Muchas veces me veo yo mismo llevado por la masa. Hoy pienso una cosa. Pero si la masa grita fuerte me tienta cambiar de opinión y pensar de otra manera. Digo que estos son mis principios, pero si luego la presión de la masa es muy fuerte, los cambio. No importa. Decía el P. Kentenich: «En nuestros días resulta ya bastante difícil llevar una vigorosa vida interior detrás de los muros protectores de un convento. Y más difícil lo es para el hombre maduro que está en medio de la vida civil. Ahora bien, nosotros no somos ni miembros de una orden religiosa conventual ni personas ya maduras. Las tormentas e ímpetus de los años juveniles aún no acaban de apaciguarse en nosotros, y nos impulsan violentamente a sumarnos al estilo de vida de la masa»[5]. Me da miedo masificarme. También puedo caer en esa masificación en el campo de la fe. Hago las cosas porque todos lo hacen. Voy a comulgar para no desentonar. Hablo de Dios como hablan otros, aunque yo no tenga una profunda experiencia de su amor. Me puedo masificar siguiendo a Jesús. Como esos que lo aclaman el domingo de ramos pensando que va a liberar al pueblo. No entienden por qué lo aclaman. No lo conocen de verdad. Pienso en María ese día. Ella estaría mirando conmovida. Sabía que no iba a ser fácil esa Pascua. Temía la muerte de su hijo. Se conmueve al ver el amor sincero de muchos. Le duelen aquellos que canalizan su descontento poniendo sus esperanzas en Jesús. Algunos más como María se mantuvieron firmes el viernes santo. Los más cercanos, los que más amaban a Jesús. No se dejan llevar por el éxito aparente. No les defrauda Jesús. Es necesario que purifique mi fe a veces tan inmadura. Paso de un extremo al otro según se van dando las cosas. Como hoy cuando Jesús entra aclamado. Y dentro de unos días sale humillado de Jerusalén camino a la cruz. La masa es fácilmente manejable. Sobre todo cuando hay descontento. ¿Estoy yo descontento? ¿Cuáles son los motivos de mi frustración? A veces la tristeza me vence. Me dejo llevar. Y me tientan las alegrías pasajeras que levantan el ánimo. Temo ser demasiado fácil de manipular. Miro en mi corazón mis convicciones. Busco mis principios firmes. No quiero dejarme llevar por la masa. A veces caigo. Pienso como piensan los demás. Descalifico o alabo dependiendo del sentir de la masa. Me visto de una determinada manera para no desentonar. La masa es un grupo que me protege. No quiero salirme del molde para no llamar la atención. Es fácil dejarme influir. ¿Tengo ideas firmes en mi alma? ¿O se construyen mis principios sobre la arena de la playa? Las tormentas se lo llevan todo por delante. No dejan nada de todo aquello en lo que creía con firmeza. Me pasa con mis sueños de juventud. Pienso en el idealismo que movía mi alma. Recuerdo la fuerza de mis convicciones. ¿Qué ha pasado ahora? Tal vez me dejo llevar por los peligros que señala Enrique Rojas: «Un hombre liviano. El ser humano sin sustancia. Con cuatro grandes notas: hedonismo, consumismo, permisividad y relativismo. Todo depende de la óptica. Un hombre sin referente». No quiero ser liviano. No quiero pensar hoy de una forma y mañana de otra, dependiendo de lo que me suceda. Me gustan las personas de una pieza, sólidas. Son siempre una roca firme. Lo que piensan hoy lo subscriben mañana. Lo que hoy defienden como central en sus vidas, mañana sigue siendo un pilar en su camino. Me dan miedo los que cambian de opinión dependiendo de quién tiene el poder en cada momento. Se adaptan. Se dejan llevar por el pensar mayoritario. Tanta vulnerabilidad me asusta.
Jesús entra en Jerusalén montado en un borrico prestado: «Se acercaban a Jerusalén, por Betfagé y Betania, junto al monte de los Olivos, y Jesús mandó a dos de sus discípulos, diciéndoles: - Id a la aldea de enfrente y, en cuanto entréis, encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta por qué lo hacéis, contestadle: - El Señor lo necesita y lo devolverá pronto». Es la aparente victoria de un rey montado en un pollino. Es la pobreza de un rey que no entra con sus huestes montado a caballo. Entra humilde. No parece que vaya a cumplir las expectativas. Muchos esperan ese día que Jesús establezca su reinado definitivo. No quieren oír hablar de derrotas, ni de fracasos. Han sufrido quizás ya muchos reveses en sus vidas. Ahora han apostado a caballo ganador. Jesús no puede fallar. Ha hecho milagros prodigiosos. Lo último resucitar a un muerto. Alguien así no puede tener miedo a morir. Es invencible. Nunca será la muerte el final. No puede ser derrotado. ¿Cómo no creer en un líder tan poderoso? El poder siempre atrae seguidores. Es muy goloso. Porque cuando tengo poder o estoy cerca del que lo tiene sé que puedo conseguir casi todo lo que deseo. Pierdo el miedo a la derrota. No puede fallar aquel en quien confío. Arthur Ashe, jugador de tenis y ganador en Wimbledon, escribe cuando se está muriendo de sida: «¡Los dolores te mantiene humano! ¡El fracaso te mantiene humilde! Sólo la fe te mantiene en marcha. A veces no estas satisfecho con tu vida, mientras que muchas personas de este mundo sueñan con poder tener tu vida. Un niño en una granja ve un avión que le sobrevuela y sueña con volar. Pero, el piloto de ese avión, sobrevuela la granja y sueña con volver a casa. ¡Así es la vida! Disfruta la tuya». Muchas veces estoy descontento con lo que tengo. Y sueño con que venga alguien y lo cambie todo. Haga realidad mis sueños de grandeza y aleje de mí la enfermedad, la derrota, el fracaso. Y cuando no ocurre así me lleno de rabia, de ira, de frustración. La ira no me hace bien. Me enferma por dentro. La rabia ante la frustración me hace infeliz. No siento que mi vida sea plena. Me comparo. Me lleno de rabia. Y no soy feliz con lo que tengo. Por eso tantos se vuelven buscando en Jesús la esperanza para sus vidas. Por eso yo mismo me frustro y busco en otro lugar fuera de mí la salvación que espero. Y no tengo tanta fe en un Dios impotente montado en un pollino. Su debilidad me incomoda. Imposible que venza.
El domingo muchos apoyan a Jesús y lo aclaman con ramos y cantos. Pero días más tarde, el jueves santo, al caer la noche, lo dejan solo. Jesús experimenta entonces la soledad más absoluta: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Sufre el abandono, el anonadamiento. En el dolor de tanta soledad se encuentra a solas con su Padre. Y en su corazón vive lo que explica el profeta: «El Señor me abrió el oído; y yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado». Suelta las amarras de su vida. Se entrega por entero sin oponer resistencia. Y en ese abajamiento sale Dios a su encuentro: «No hizo alarde de su categoría de Dios; tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». Fue sometido a una muerte ignominiosa. A una cruz dolorosa. El desprecio, el abandono, el olvido. Había hablado con palabras llenas de sabiduría. Había curado enfermedades incurables. Se había negado a sí mismo por amor. Y a cambio recibió sólo el olvido y el desprecio. «Crucifícale». Y la soledad de una noche en una cisterna, en la casa de Caifás. Su última noche. Pedro lo siguió hasta esa casa. Luego lo negó. Su madre, las mujeres, se mantuvieron fieles. Estaban cerca, llorando. Tantos prometieron fidelidad eterna y no fueron capaces de mantenerse firmes. No es sencillo. En medio de la cruz es cuando compruebo la profundidad de mi fe, su madurez. Cuando todo transcurre a un ritmo cadencioso nada temo. Mi fe me sostiene. Cuando no entiendo, en medio de cruces injustas e inhumanas. En esos momentos de soledad profunda a mi fe sólo le quedan dos caminos. O crece y madura en medio de la prueba. O se quiebra para siempre y dejo de creer en ese Dios que me ha abandonado y me ha dejado solo. Ha preferido a otros antes que a mí. Pienso en los anonadamientos que he sufrido. Anonadarse es hacerse nada. Dejar de ser importante. Sufrir la humillación y el olvido. El desprecio y la crítica. ¿Lo he experimentado? ¿Estoy preparado para sufrir el olvido y el odio injusto? Creo que no. Nunca estoy preparado. Poder pasar del domingo de ramos al viernes santo es difícil. Hace falta una gracia especial en el alma. Una fuerza que venga de lo alto.
Hay alegría sincera el domingo de ramos: «Llevaron el borrico, le echaron encima sus mantos, y Jesús se montó». Los que quieren a Jesús de verdad se alegran al verlo entrar aclamado. Es la fe en el hombre que ha resucitado a un muerto. Es la alegría pasajera de un momento. Unos ramos, unos gritos de alabanza, una fiesta poco duradera. Pronto pasará la efusividad de ese día. Los días siguientes hasta el jueves serán días normales. Por la mañana va al templo a predicar. Por las tardes va a orar al monte de los olivos. Por las noches regresa a Betania a descansar con los suyos. Del Templo al Monte. Del monte a Betania. Y de ahí de nuevo al pueblo, a dar la vida. La tensión aumenta en Jerusalén. Hace días que planean su muerte. Pasa la euforia del domingo. Parece que Jesús no va a imponer su reino en medio de los hombres. Un reino definitivo que acabe con la opresión de los romanos, con la injusticia. Tantos lo esperan. Jesús sólo echa a los mercaderes del templo. Y sigue predicando a la luz del día. ¿Hará algún milagro? Todo sigue su curso hasta esa cena el jueves santo. Llega la hora. ¿Dónde queda la alegría del domingo de ramos? Desaparecen lentamente la euforia y las expectativas. ¿Qué sentirá Judas que esperaba tanto de Jesús? ¿Frustración? ¿Miedo al fracaso? Jesús no hace nada. No manifiesta su poder. No cambia nada. Todo parece demasiado normal. No hay novedades. Falta una alegría duradera que nada pueda alterar. Eso lo que yo quiero. No me bastan las alegrías cortas. Son importantes, es verdad. Son gotas de agua que calman la sed un momento. Me gusta alegrarme con las cosas sencillas de la vida. Disfrutar de un encuentro. Sonreír ante una puesta de sol, al escuchar una canción, o unas palabras de apoyo. Las alegrías sucedáneas no son la verdadera alegría, pero ayudan. Siempre y cuando no deje de aspirar a una alegría plena en Dios. Decía el P. Kentenich: «El hombre busca instintivamente profundas satisfacciones sucedáneas y, en la mayoría de los casos, se equivoca en su actuar»[6]. A veces busco la alegría en lugares equivocados. La busco fuera de mí y no dentro. Y me esclavizo, dejo de ser feliz. Me rompo en mil pedazos buscando ser feliz. Quiero saborear las alegrías que la vida me da en domingos de ramos. Momentos de paz, de euforia pasajera. Tal vez por cosas pequeñas, o grandes. Pero si sólo me quedo ahí, y no profundizo, acabaré viviendo triste, con amargura, con frustración. Del domingo de ramos quiero llegar al domingo de Gloria. Una alegría plena que sólo Dios me da. Eso es lo que deseo. Acepto las alegrías pequeñas sólo como impulsos, como una ayuda. Pero no pongo mi corazón en ellas. Son pasajeras. Y al acabarse me dejan inquieto, incompleto, en búsqueda. Quisiera que mi alegría plena estuviera anclada en Dios. Me quiero educar en una alegría sana. Las alegrías del camino son pequeñas flores que ayudan a caminar. Pero el alma desea más. No se da por satisfecha con pequeños momentos de domingo de ramos. No bastan. Pero sí me ayudan a vivir. Quiero comenzar la Semana Santa saboreando y agradeciendo mis ramos. Mis momentos pasajeros de paz y alegría. Esos momentos que deseo a veces que sean eternos. Como la entrada en Jerusalén. Pero pasan y mueren. Y permanece el vacío en el alma. Quiero caminar con Jesús pasando por el viernes santo. Y sueño con que Dios me regale una alegría eterna. Una alegría plena que me llene el alma.
El otro día leía una de esas frases del pensar positivo: «Confía, lo mejor está por venir». Y me dio algo de luz. Lo mejor. Lo que sueño y deseo. Lo que anhelo. Lo que aún no poseo. Reconozco que lo que acarician ahora mis manos ya es muy bueno. No sé si es mejor que otras cosas. Es un regalo ya en el presente. Pero yo me comparo. Siempre con el que está mejor. Rara vez con el que sufre más que yo. Miro al que triunfa, cuando yo he fracasado. Al que conserva a quien ama, cuando yo lo he perdido. Al que está sano y feliz, mientras yo estoy enfermo. Comparándome, nunca seré feliz. Pienso en esa frase. Me gusta mirar al futuro con una sonrisa. Algo mejor aún está por venir. Algo mejor para mi vida, para la vida de los que quiero. Para la vida de los que sufren. Algo mejor que el sufrimiento y que la muerte. Algo mejor que la soledad y el abandono. No quiero que sea un escapismo. Como si al pensar en un mañana mejor pasara de puntillas por mi presente doloroso. No quiero pensar así. Lo veo de otra forma mucho mejor. Lo mejor está por venir. Mejor todavía. Lo máximo. Lo más grande. Eso me alegra el alma. Pensar así me levanta de donde estoy para subir más alto. Pero sin dejar de vivir el hoy, el presente. Creo que algo así vivo en la Semana Santa. Comienzo despacio. Apreciando lo bueno de la vida de Jesús. El presente de esos días está lleno de luz. Hay temores que enturbian el alma. Es cierto. Miedo a morir. Miedo a sufrir. Miedo a que se acabe el presente que es tan bueno. Que tiene tanto valor. ¿Lo mejor es la cruz, la muerte y el dolor? No, es cierto, no puedo verlo como lo mejor. Es verdad que tampoco puedo cambiarlo. Es así. Beso el madero de la cruz. Acepto mi dolor. Pero eso no es lo mejor. Lo mejor es la luz y la vida que están por venir, detrás de la muerte en la cruz. Cuando se ha cerrado la noche. Y ha expirado Jesús su último aliento. ¿Y en mi vida? A veces creo que lo mejor está por venir e intento eludir enfrentarme con mi dolor presente, con mi cruz. Espero que algo pase. Que venga alguien a mi vida y le dé luz. Confío en un pequeño milagro de esos que no son tan grandes. Sólo uno pequeño. Y me lleno de una esperanza extraña como queriendo que mi vida se vista ya de resurrección. Antes de tocar el dolor de la muerte del viernes santo. Un entrenador de fútbol dijo después de una derrota: «La derrota es lo mejor que nos podía pasar». Me llamó la atención. Le pagaban para ganar. Perder siempre es malo. Igual que sufrir. O morir. ¿Era lo mejor que estaba esperando? Tal vez se refería a que en ocasiones una derrota me pone en mi sitio. Me hace más humilde y me anima a cambiar cosas para mejorar. Y una victoria tras otra puede adormecerme y relajarme pensando que siempre va a ser así. Me quedé pensando. Quizás lo mejor no tiene el color que espero, o la forma soñada, o no es precisamente lo que hoy imagino como mejor. ¿Mejor para quién, bajo qué mirada? Depende de la mirada. Muchas veces eso que no veo como lo mejor es lo que acaba sacando lo mejor de mí: «Es terrible cómo la escoria de nuestro yo echa a perder lo mejor que hacemos por los motivos aparentemente más nobles. A través de las pruebas y las dificultades de esta vida, nuestras almas deben ser purificadas de algún modo de esa escoria del yo»[1]. La cruz y el sufrimiento pueden sacar lo mejor de mí. Me duele sólo de pensarlo. Pero es verdad que mi ego es muy grande. Mi orgullo no deja que salga lo mejor que hay en mí. Me hace frágil y débil. Me hace sentirme por encima de muchos. Mi vanidad no saca la mejor versión de mí. Saca la versión más pobre, la más inmadura. Me siento poderoso. Sólo cuento mis victorias. No hay derrotas. Escucho de nuevo: Lo mejor está por venir. Y sé que va a sacar la mejor versión de mí. Esta forma de pensar me hace más sabio. Así no creeré que siempre va a ir todo bien. Es mentira. Sufriré la cruz. Pero sé que del dolor que venga voy a sacar lo mejor. Y sé que todo lo que viva me va a hacer mejor persona, más humano y más de Dios. Puedo ser mejor de lo que soy ahora. No quiero perder nunca esa esperanza. «Produce una inmensa tristeza encontrarse con jóvenes, incluso inteligentes y dotados, en quienes parece haberse extinguido el deseo de vivir, de creer en algo, de tender hacia grandes objetivos, de esperar en un mundo que puede llegar a ser mejor también gracias a su esfuerzo»[2]. Puedo ser mejor cuando vivo el crisol de la cruz y de la prueba. En medio de la carencia y la pérdida. Allí donde me siento más triste y abandonado. Allí tiene sentido todo lo que vivo. Lo mejor está por venir. Tiene razón entonces esa frase. Dios no quiere que sufra, sólo quiere que sea feliz. En mi dolor, Él está a mi lado y saca lo mejor de mí, si me dejo hacer. Confío en todo lo que Dios puede hacer conmigo si me entrego, si me abandono, si no me bajo de mi cruz.
¡Qué importante es tener claro a quién seguir en esta vida! ¿Cuál es el modelo que imito? ¿Quién es aquel que representa valores que me parecen irrenunciables? Decía Enrique Rojas hablando del liderazgo hoy: «Un buen padre vale más que cien maestros. Y una buena madre una universidad doméstica. Educar es acompañar, encauzar. Faltan modelos de identidad sanos. Referentes que uno diga yo quiero parecerme a esta persona cuando sea mayor. Una persona sólida que tira de nosotros. Líder significa el que va delante abriendo camino». ¿A quién sigo? Una mañana me levanto viendo a alguien como modelo. Pero me defrauda por algún motivo. Por lo que dice. Por lo que hace. No me convence y busco a otro. En la vida pública faltan modelos fiables, coherentes, con ideas sólidas, con una forma de vida ejemplar. Es tan difícil. No sé a quién acabo siguiendo. Al primero que destaca en algo. O hace bien alguna cosa. Y me planteo ser como él. Tal vez haya hoy una crisis de liderazgo. Faltan personas firmes, sólidas. Faltan padres sólidos en los que anclarse. Y madres estables y presentes en la vida de sus hijos. Y cuando faltan esos anclajes familiares, ¿dónde se puede buscar la seguridad? A lo mejor fallamos como padres, como educadores, como maestros. Y no hay figuras sólidas a las que poder seguir. Puede que los padres hayan saciado el alma de sus hijos. Están satisfechos con todo lo que tienen. Están apáticos, sin ganas de luchar y esforzarse: «¿Es culpa nuestra el que nuestros hijos tengan más cosas que deseos? Tal vez sí, dado que, como padres, les hemos privado de la gran experiencia de la carencia y la posterior conquista, del placer de disfrutar»[3]. Quiero ser para otros un camino a seguir. Parece demasiado grande. Que cada uno siga su propio camino, pienso con egoísmo. Es más duro pretender marcar una ruta. Y ser coherente a la hora de seguir ese camino. Es más fácil hacer lo que yo quiero. Y pensar que todo vale, todo es posible. Y no soy responsable de nadie. Tal vez es eso. Me cuesta mucho hacerme responsable de otros. Miro a S. José fiel en su camino. Responsable de María y de Jesús. Fiel en la noche de las dudas, cuando el alma se agita y se turba. No es un héroe capaz de todo. No quiere serlo. Se reconoce débil. Pero sí es un hombre fiel, sólido, estable. Un hombre capaz de decir que sí, sin dudar, sin temer. No se siente capaz de todo, pero está lleno de confianza al mirar a Dios. Como un niño que se abre al misterio de lo imposible y confía. Y se hace responsable de la vida que acepta como propia. Y no desiste ante los primeros contratiempos que encuentra en el camino. Miro a S. José. Y pienso en las personas que para mí han sido importantes, me han marcado un camino, han sido rocas en las que me he podido apoyar para no perder el rumbo. Y pienso también en mí mismo. En mi paternidad. En mi responsabilidad. Y en la debilidad de mi alma. En medio de las dudas y los miedos. Necesito aprender a confiar. Dios puede hacer firme mi corazón afligido. Puede ahondar en mi alma enferma y hacerse roca allí. Miro a Jesús que entra en Jerusalén este domingo. Y trato de disuadirlo, me turbo. Quiero que no se fíe, se lo digo al oído. No quiero que sufra, ni que muera. Tampoco quiero sufrir yo, ni morir yo. El otro día leía: «La llave del tesoro no es el tesoro, pero si entregamos la llave entregamos el tesoro. La cruz es una llave especialmente valiosa, aun cuando parezca una locura, un motivo de burla, un escándalo. Nos gustaría ser felices y vivir en un mundo de paz sin pagar ningún precio a cambio. La cruz es un misterio asombroso. Es el signo del amor infinito de Cristo por nosotros»[4]. Me duele seguir a Jesús en medio de una ciudad de Jerusalén llena de ruidos, de violencia, de gritos. Me asusta, tengo miedo de la cruz. Cuando huelo la tensión sigo un camino diferente. ¿No es cierto que me cuesta enfrentar las tensiones? No quiero ni la violencia ni la muerte. Y a veces desisto de seguir los pasos de Jesús. Se adentran demasiado entre esas callejuelas de Jerusalén. No cuenta con protección. Está indefenso. ¿De dónde saca tanta paz? No lo entiendo. Pienso que Jesús es imprudente. Un líder imprudente. Un padre insensato. Puede morir. La cruz es un misterio demasiado farragoso. Una llave imposible. Prefiero llevar una vida fácil. Me atraen súbitamente líderes más prudentes, más cobardes también, no lo niego. Capaces de transar con la comodidad, con la vida fácil. Capaces de adaptarse al color del ambiente que les rodea. Como un camaleón que toma el color del lugar en el que se encuentra, para pasar desapercibido y guardar su vida. No quiero seguir a un héroe que se juega la vida por un ideal elevado e inalcanzable. ¿Qué sentido tiene? Mejor seguir viviendo. Aunque no llegue al lugar con el que antes soñaba. Renuncio a mis sueños. Lo pienso mejor. Me detengo. ¿A quién sigo? Me dan miedo las altas cumbres en las que la seguridad no es un valor tan importante. ¿Soy tan libre como para estar dispuesto a perder la vida? Me da miedo que mi líder sea Jesús. Tan insensato. Tan imprudente. Yo me acomodo en mi liderazgo. No exijo porque no quiero que me exijan. No aspiro a las grandes cumbres. Me da miedo ser así. Caer en la comodidad y aburguesarme. Me asusta ser mediocre. Ese miedo a vivir empantanado buscando satisfacer sólo mis deseos. Quiero asumir las responsabilidades que Dios me confía. Decido seguir a Jesús. Sé que otros lo seguirán en mí. Así se contagia el cristianismo. Por envidia. Deseo vivir como tú vives. Por eso te sigo. Hasta donde vayas.
Siempre me impresiona la multitud de este domingo reunida a las puertas de Jerusalén. Una muchedumbre que aclama a Jesús: «Muchos alfombraron el camino con sus mantos, otros con ramas cortadas en el campo. Los que iban delante y detrás gritaban: - Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor. Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David. ¡Hosanna en el cielo!». Al pensar en ellos me entra la curiosidad. ¿Quién se reuniría ese día para aclamar a Jesús? Imagino que sus discípulos. No sólo los doce, sino ese grupo más amplio de seguidores que acompañaban a Jesús. Hombres y mujeres. Estarían su madre y los más cercanos. Imagino que también estarían los que habían sido curados por Jesús. Estaban agradecidos. Sus amigos de Betania, Lázaro que hacía sólo unos días había vuelto a la vida. Tal vez algunos fariseos como Nicodemo o José de Arimatea que habían optado por reconocer a Jesús como Mesías y creían en Él. Tal vez habría otros que, entusiasmados con la resurrección de Lázaro, esperaban la liberación de Israel. En esta entrada se esconde un deseo tan humano. Hay descontento en el alma y creen en Jesús, en su poder. Es fácil movilizar a una masa de hombres descontentos. Jesús parecía ser la persona indicada para conducir hacia la liberación definitiva. Un líder verdadero. Hacedor de milagros imposibles. Con palabras llenas de verdad y sabiduría. Tenía fuerza y tenía a Dios de su lado. Era su hijo. No podía fallar. ¡Cuántas expectativas tiene el corazón humano! No me cuesta mucho distinguir a esta muchedumbre de la del viernes. La que pide su crucifixión está encabezada por fariseos y otros judíos que veían en Jesús un blasfemo, un estafador, un mentiroso, un farsante. Merecía la muerte ese hombre que decía ser Dios. Y nadie es Dios en la tierra. Jesús también habría defraudado esos días a los que esperaban a un hombre fuerte y lleno de valor. Ante Jesús, flagelado, silencioso, frágil después de la noche del jueves en una cisterna, Barrabás se dibujaba como el hombre fuerte. El descontento del domingo veía en Jesús un liberador. Ahora sólo ve en él un farsante. Es fácil cambiar de opinión. El descontento cambia el objetivo con facilidad. Jesús no había estado a la altura. A lo mejor Barrabás podría hacer algo más. Y si no él otro mejor. No importaba. Muchas veces me veo yo mismo llevado por la masa. Hoy pienso una cosa. Pero si la masa grita fuerte me tienta cambiar de opinión y pensar de otra manera. Digo que estos son mis principios, pero si luego la presión de la masa es muy fuerte, los cambio. No importa. Decía el P. Kentenich: «En nuestros días resulta ya bastante difícil llevar una vigorosa vida interior detrás de los muros protectores de un convento. Y más difícil lo es para el hombre maduro que está en medio de la vida civil. Ahora bien, nosotros no somos ni miembros de una orden religiosa conventual ni personas ya maduras. Las tormentas e ímpetus de los años juveniles aún no acaban de apaciguarse en nosotros, y nos impulsan violentamente a sumarnos al estilo de vida de la masa»[5]. Me da miedo masificarme. También puedo caer en esa masificación en el campo de la fe. Hago las cosas porque todos lo hacen. Voy a comulgar para no desentonar. Hablo de Dios como hablan otros, aunque yo no tenga una profunda experiencia de su amor. Me puedo masificar siguiendo a Jesús. Como esos que lo aclaman el domingo de ramos pensando que va a liberar al pueblo. No entienden por qué lo aclaman. No lo conocen de verdad. Pienso en María ese día. Ella estaría mirando conmovida. Sabía que no iba a ser fácil esa Pascua. Temía la muerte de su hijo. Se conmueve al ver el amor sincero de muchos. Le duelen aquellos que canalizan su descontento poniendo sus esperanzas en Jesús. Algunos más como María se mantuvieron firmes el viernes santo. Los más cercanos, los que más amaban a Jesús. No se dejan llevar por el éxito aparente. No les defrauda Jesús. Es necesario que purifique mi fe a veces tan inmadura. Paso de un extremo al otro según se van dando las cosas. Como hoy cuando Jesús entra aclamado. Y dentro de unos días sale humillado de Jerusalén camino a la cruz. La masa es fácilmente manejable. Sobre todo cuando hay descontento. ¿Estoy yo descontento? ¿Cuáles son los motivos de mi frustración? A veces la tristeza me vence. Me dejo llevar. Y me tientan las alegrías pasajeras que levantan el ánimo. Temo ser demasiado fácil de manipular. Miro en mi corazón mis convicciones. Busco mis principios firmes. No quiero dejarme llevar por la masa. A veces caigo. Pienso como piensan los demás. Descalifico o alabo dependiendo del sentir de la masa. Me visto de una determinada manera para no desentonar. La masa es un grupo que me protege. No quiero salirme del molde para no llamar la atención. Es fácil dejarme influir. ¿Tengo ideas firmes en mi alma? ¿O se construyen mis principios sobre la arena de la playa? Las tormentas se lo llevan todo por delante. No dejan nada de todo aquello en lo que creía con firmeza. Me pasa con mis sueños de juventud. Pienso en el idealismo que movía mi alma. Recuerdo la fuerza de mis convicciones. ¿Qué ha pasado ahora? Tal vez me dejo llevar por los peligros que señala Enrique Rojas: «Un hombre liviano. El ser humano sin sustancia. Con cuatro grandes notas: hedonismo, consumismo, permisividad y relativismo. Todo depende de la óptica. Un hombre sin referente». No quiero ser liviano. No quiero pensar hoy de una forma y mañana de otra, dependiendo de lo que me suceda. Me gustan las personas de una pieza, sólidas. Son siempre una roca firme. Lo que piensan hoy lo subscriben mañana. Lo que hoy defienden como central en sus vidas, mañana sigue siendo un pilar en su camino. Me dan miedo los que cambian de opinión dependiendo de quién tiene el poder en cada momento. Se adaptan. Se dejan llevar por el pensar mayoritario. Tanta vulnerabilidad me asusta.
Jesús entra en Jerusalén montado en un borrico prestado: «Se acercaban a Jerusalén, por Betfagé y Betania, junto al monte de los Olivos, y Jesús mandó a dos de sus discípulos, diciéndoles: - Id a la aldea de enfrente y, en cuanto entréis, encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta por qué lo hacéis, contestadle: - El Señor lo necesita y lo devolverá pronto». Es la aparente victoria de un rey montado en un pollino. Es la pobreza de un rey que no entra con sus huestes montado a caballo. Entra humilde. No parece que vaya a cumplir las expectativas. Muchos esperan ese día que Jesús establezca su reinado definitivo. No quieren oír hablar de derrotas, ni de fracasos. Han sufrido quizás ya muchos reveses en sus vidas. Ahora han apostado a caballo ganador. Jesús no puede fallar. Ha hecho milagros prodigiosos. Lo último resucitar a un muerto. Alguien así no puede tener miedo a morir. Es invencible. Nunca será la muerte el final. No puede ser derrotado. ¿Cómo no creer en un líder tan poderoso? El poder siempre atrae seguidores. Es muy goloso. Porque cuando tengo poder o estoy cerca del que lo tiene sé que puedo conseguir casi todo lo que deseo. Pierdo el miedo a la derrota. No puede fallar aquel en quien confío. Arthur Ashe, jugador de tenis y ganador en Wimbledon, escribe cuando se está muriendo de sida: «¡Los dolores te mantiene humano! ¡El fracaso te mantiene humilde! Sólo la fe te mantiene en marcha. A veces no estas satisfecho con tu vida, mientras que muchas personas de este mundo sueñan con poder tener tu vida. Un niño en una granja ve un avión que le sobrevuela y sueña con volar. Pero, el piloto de ese avión, sobrevuela la granja y sueña con volver a casa. ¡Así es la vida! Disfruta la tuya». Muchas veces estoy descontento con lo que tengo. Y sueño con que venga alguien y lo cambie todo. Haga realidad mis sueños de grandeza y aleje de mí la enfermedad, la derrota, el fracaso. Y cuando no ocurre así me lleno de rabia, de ira, de frustración. La ira no me hace bien. Me enferma por dentro. La rabia ante la frustración me hace infeliz. No siento que mi vida sea plena. Me comparo. Me lleno de rabia. Y no soy feliz con lo que tengo. Por eso tantos se vuelven buscando en Jesús la esperanza para sus vidas. Por eso yo mismo me frustro y busco en otro lugar fuera de mí la salvación que espero. Y no tengo tanta fe en un Dios impotente montado en un pollino. Su debilidad me incomoda. Imposible que venza.
El domingo muchos apoyan a Jesús y lo aclaman con ramos y cantos. Pero días más tarde, el jueves santo, al caer la noche, lo dejan solo. Jesús experimenta entonces la soledad más absoluta: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Sufre el abandono, el anonadamiento. En el dolor de tanta soledad se encuentra a solas con su Padre. Y en su corazón vive lo que explica el profeta: «El Señor me abrió el oído; y yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado». Suelta las amarras de su vida. Se entrega por entero sin oponer resistencia. Y en ese abajamiento sale Dios a su encuentro: «No hizo alarde de su categoría de Dios; tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». Fue sometido a una muerte ignominiosa. A una cruz dolorosa. El desprecio, el abandono, el olvido. Había hablado con palabras llenas de sabiduría. Había curado enfermedades incurables. Se había negado a sí mismo por amor. Y a cambio recibió sólo el olvido y el desprecio. «Crucifícale». Y la soledad de una noche en una cisterna, en la casa de Caifás. Su última noche. Pedro lo siguió hasta esa casa. Luego lo negó. Su madre, las mujeres, se mantuvieron fieles. Estaban cerca, llorando. Tantos prometieron fidelidad eterna y no fueron capaces de mantenerse firmes. No es sencillo. En medio de la cruz es cuando compruebo la profundidad de mi fe, su madurez. Cuando todo transcurre a un ritmo cadencioso nada temo. Mi fe me sostiene. Cuando no entiendo, en medio de cruces injustas e inhumanas. En esos momentos de soledad profunda a mi fe sólo le quedan dos caminos. O crece y madura en medio de la prueba. O se quiebra para siempre y dejo de creer en ese Dios que me ha abandonado y me ha dejado solo. Ha preferido a otros antes que a mí. Pienso en los anonadamientos que he sufrido. Anonadarse es hacerse nada. Dejar de ser importante. Sufrir la humillación y el olvido. El desprecio y la crítica. ¿Lo he experimentado? ¿Estoy preparado para sufrir el olvido y el odio injusto? Creo que no. Nunca estoy preparado. Poder pasar del domingo de ramos al viernes santo es difícil. Hace falta una gracia especial en el alma. Una fuerza que venga de lo alto.
Hay alegría sincera el domingo de ramos: «Llevaron el borrico, le echaron encima sus mantos, y Jesús se montó». Los que quieren a Jesús de verdad se alegran al verlo entrar aclamado. Es la fe en el hombre que ha resucitado a un muerto. Es la alegría pasajera de un momento. Unos ramos, unos gritos de alabanza, una fiesta poco duradera. Pronto pasará la efusividad de ese día. Los días siguientes hasta el jueves serán días normales. Por la mañana va al templo a predicar. Por las tardes va a orar al monte de los olivos. Por las noches regresa a Betania a descansar con los suyos. Del Templo al Monte. Del monte a Betania. Y de ahí de nuevo al pueblo, a dar la vida. La tensión aumenta en Jerusalén. Hace días que planean su muerte. Pasa la euforia del domingo. Parece que Jesús no va a imponer su reino en medio de los hombres. Un reino definitivo que acabe con la opresión de los romanos, con la injusticia. Tantos lo esperan. Jesús sólo echa a los mercaderes del templo. Y sigue predicando a la luz del día. ¿Hará algún milagro? Todo sigue su curso hasta esa cena el jueves santo. Llega la hora. ¿Dónde queda la alegría del domingo de ramos? Desaparecen lentamente la euforia y las expectativas. ¿Qué sentirá Judas que esperaba tanto de Jesús? ¿Frustración? ¿Miedo al fracaso? Jesús no hace nada. No manifiesta su poder. No cambia nada. Todo parece demasiado normal. No hay novedades. Falta una alegría duradera que nada pueda alterar. Eso lo que yo quiero. No me bastan las alegrías cortas. Son importantes, es verdad. Son gotas de agua que calman la sed un momento. Me gusta alegrarme con las cosas sencillas de la vida. Disfrutar de un encuentro. Sonreír ante una puesta de sol, al escuchar una canción, o unas palabras de apoyo. Las alegrías sucedáneas no son la verdadera alegría, pero ayudan. Siempre y cuando no deje de aspirar a una alegría plena en Dios. Decía el P. Kentenich: «El hombre busca instintivamente profundas satisfacciones sucedáneas y, en la mayoría de los casos, se equivoca en su actuar»[6]. A veces busco la alegría en lugares equivocados. La busco fuera de mí y no dentro. Y me esclavizo, dejo de ser feliz. Me rompo en mil pedazos buscando ser feliz. Quiero saborear las alegrías que la vida me da en domingos de ramos. Momentos de paz, de euforia pasajera. Tal vez por cosas pequeñas, o grandes. Pero si sólo me quedo ahí, y no profundizo, acabaré viviendo triste, con amargura, con frustración. Del domingo de ramos quiero llegar al domingo de Gloria. Una alegría plena que sólo Dios me da. Eso es lo que deseo. Acepto las alegrías pequeñas sólo como impulsos, como una ayuda. Pero no pongo mi corazón en ellas. Son pasajeras. Y al acabarse me dejan inquieto, incompleto, en búsqueda. Quisiera que mi alegría plena estuviera anclada en Dios. Me quiero educar en una alegría sana. Las alegrías del camino son pequeñas flores que ayudan a caminar. Pero el alma desea más. No se da por satisfecha con pequeños momentos de domingo de ramos. No bastan. Pero sí me ayudan a vivir. Quiero comenzar la Semana Santa saboreando y agradeciendo mis ramos. Mis momentos pasajeros de paz y alegría. Esos momentos que deseo a veces que sean eternos. Como la entrada en Jerusalén. Pero pasan y mueren. Y permanece el vacío en el alma. Quiero caminar con Jesús pasando por el viernes santo. Y sueño con que Dios me regale una alegría eterna. Una alegría plena que me llene el alma.
[1] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[2] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[3] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[4] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[5] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[6] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal