Cuando trabajamos en una ciudad que no es demasiado grande, ser maestro te vuelve una micro figura pública. Cosas como ir al aeropuerto, salir a caminar al boulevard o entrar al cine, equivale a que algún alumno o ex alumno alce la mano para saludarte. Da gusto darte cuenta que significas algo para ellos. Al principio, se siente raro que, de momento, muchas personas te conozcan, pero luego te acostumbras y comprendes que ser maestro va más allá del horario escolar. Tienen curiosidad de verte en el mundo real y es ahí que entra la coherencia, pues no se vale dar una cara en la escuela y otra en la calle. Toca ser un punto de referencia, con el objetivo de contribuir en el camino hacia una sociedad mejor.

Luego, ¿cómo enseñar un tema? Me refiero a la parte expositiva, pues la secuencia engloba muchos otros elementos. De entrada, hay que subrayar el “para qué” les servirá, pues de otro modo es visto como “material de relleno”. Lo anterior, implica conocerlos, saber qué piensan, cuáles son sus puntos de vista. Ejemplificar lo que vives en tu otro trabajo, hace que pongan atención y surjan las preguntas, además de las diferentes opiniones que, como lluvia de ideas, sirven para enriquecer lo que les estás planteando.

Subir y bajar escaleras, llevando un maletín que, entre otras cosas, incluye cuando menos una computadora portátil, implica energía. Por eso hay que saber descansar, hacer un alto, bajar a la cafetería, despejarse en los ratos libres. Así es posible llegar con la mente un poco más fresca y bien dispuesta a lo que sigue.
 
¿Qué queda al final del día? La satisfacción de haber dejado una huella positiva que les servirá en el momento presente, pero también más adelante. Me ayuda pensar que madrugar por enseñar y mantener una disciplina sana, tiene sentido; sobre todo, a largo plazo. Es una parte de mí que trascenderá en ellos, porque habrá resultados que yo ni siquiera vea pero que, tarde o temprano, servirán de algo.