Si hay una figura literaria que resume la complejidad de nuestro mundo esa es la paradoja, y si hay una historia que lo proclama esa es la de Stephen Hawking, ese genio bromista de voz sintética que viajaba por el mundo pegado a una silla de ruedas, enchufado a un cuerpo que daba la impresión de estar a punto de romperse, y al que hemos tenido la inmensa tristeza de tener que despedir esta semana. De pocos puede decirse, tan claramente como en su caso, que fue ateo por la gracia de Dios.
Gracia de Dios, que fue gracia de Jane, su primera mujer, la que le sostuvo, le alentó, le cuidó cuando todavía no era una estrella mediática que pudiera permitirse una legión de asistentes personales, y, en fin, la que le salvó la vida. Ocurrió en 1985, en Suiza: una neumonía había colocado al astrofísico británico al borde de la muerte y los médicos solicitaron a su esposa autorización para desconectar su respirador artificial. Ella se negó, movida por sus firmes convicciones cristianas, y con aquel ‘no’ que su Dios susurró en su conciencia le regaló 33 años de vida a aquel hombre agonizante, y, de paso, a todos nosotros. Luego, por esas paradojas que tiene la libertad humana, Stephen Hawking, que se burlaba de la devoción de su esposa y terminó separándose de ella, se convirtió en el gran apóstol ateo de una idea de la Ciencia empeñada en derrotar a Dios por la vía de hacerlo innecesario. Ya ven, si al final existiera algo después de todo, habría que reconocerle no sólo generosidad sino un notable sentido del humor.
La vida de nuestro hombre fue también una vida instalada en la paradoja. La paradoja de ser la mente más brillante en el cuerpo más débil. La de expresar el valor de cada brizna de vida desde la más brutal de las contingencias. La de ser el icono pop más improbable de la historia (con apariciones en Los Simpson, Star Trek y Big Bang Theory). La paradoja de ser el héroe más frágil, aquel capaz de hacernos olvidar, con su ingenio e inteligencia, sus estremecedoras limitaciones físicas.
En realidad, Hawking encarnó una idea tan radical de esperanza y de confianza en la vida que, a su modo, y sin pretenderlo, era un poco religiosa. El hombre que no creía en los milagros era, en sí mismo, un milagro andante, la prueba más rotunda de que no se puede evacuar por completo el misterio de la existencia. El hombre que no creía en la gracia era, en cierto modo, un involuntario embajador de una providencia magnánima que lo elevaba a los altares de lo improbable.
Si existe un ser superior, el caso Hawking nos obligaría a incluir entre sus atributos la ironía, el ingenio y la despreocupación. Como si esa “mente de Dios”, a la que el científico aludió en alguna ocasión de forma metafórica, hubiera sentenciado: “Cada vez que me niegues, tu presencia hablará de mí”. Si existe Dios, el caso Hawking nos obligaría a reconocer que no le asustan nuestras cuitas, y que, quizás, después de todo, sea un poco guasón.
Publicado en El Norte de Castilla