A cuantos le recibieron les da poder para ser hijos de Dios (Jn 1,12).
En el contexto de la celebración de la divina liturgia, este versículo del prólogo del evangelio de S. Juan, que hace las veces de antífona de comunión, cobra una significación particular. Recibir a la Palabra hecha carne es, ante todo, acogerlo por la fe. Tras la conversión y mediante el Bautismo, somos hechos hijos de Dios. Pero, en el momento de la celebración eucarística en el que estamos, recibir es comulgar.
Y a aquél que lo recibe, que lo comulga y que por el bautismo es ya hijo de Dios, Jesús le da poder para ser hijo de Dios. aquí hace referencia no a la identidad, a lo que se es, sino a ser aquello que se es.
Y a aquél que lo recibe, que lo comulga y que por el bautismo es ya hijo de Dios, Jesús le da poder para ser hijo de Dios. aquí hace referencia no a la identidad, a lo que se es, sino a ser aquello que se es.
Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, "vivificada por el Espíritu Santo y vivificante" (PO 5), conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo (CEC 1392).
Para ser en plenitud aquello que ya somos, necesitamos del alimento eucarístico, necesitamos comer el Cuerpo y la Sangre nacidos del seno virginal de María, la carne que ha tomado el Hijo eterno del Padre. Este alimento aumenta nuestra unión con Cristo, que es en lo que consiste la vida de fe, una identificación cada vez más plena de los hijos con el Hijo.
Esta unión con Cristo comporta que crezca nuestra unión con su Cuerpo místico, que es la Iglesia. La unión de la Iglesia, entre los que formamos parte de ella, y la unión plena con los bautizados separados de la Católica y que forman parte de otras iglesias y confesiones cristianas, se ve favorecida e incrementada por la comunión. Por ello, cuanto más honda sea nuestra comunión, más robustecemos la comunión intraeclesial y el ecumenismo.
Otro tanto cabe decir de todo aquello a lo que está unido , de un modo u otro, el Señor. La comunión nos facilita el reconocer su Palabra, a vivir los sacramentos, a obedecer el magisterio eclesial, a encontrar a Jesús en los pobres y necesitados, a contemplar a Dios en la naturaleza, etc.
Y, cuanto más estrecha es nuestra unión con Él, con mayor plenitud comulgamos; y, cuanto más plenamente comulgamos, más íntima es nuestra unión con Cristo. No podemos conformarnos, por grandioso que esto sea y aunque sea imprescindible, con estar sólo en gracia de Dios; debemos favorecer, en fidelidad a la gracia divina, la mayor pureza del corazón. Esta espiral virtuosa la favorece la Eucaristía. La comunión favorece la caridad, la cual nos separa del pecado, nos da poder para extinguir las afecciones desordenadas y, en positivo, nos une más y más, como sarmientos, a la vid, que es Jesucristo.
Esta unión con Cristo comporta que crezca nuestra unión con su Cuerpo místico, que es la Iglesia. La unión de la Iglesia, entre los que formamos parte de ella, y la unión plena con los bautizados separados de la Católica y que forman parte de otras iglesias y confesiones cristianas, se ve favorecida e incrementada por la comunión. Por ello, cuanto más honda sea nuestra comunión, más robustecemos la comunión intraeclesial y el ecumenismo.
Otro tanto cabe decir de todo aquello a lo que está unido , de un modo u otro, el Señor. La comunión nos facilita el reconocer su Palabra, a vivir los sacramentos, a obedecer el magisterio eclesial, a encontrar a Jesús en los pobres y necesitados, a contemplar a Dios en la naturaleza, etc.
Y, cuanto más estrecha es nuestra unión con Él, con mayor plenitud comulgamos; y, cuanto más plenamente comulgamos, más íntima es nuestra unión con Cristo. No podemos conformarnos, por grandioso que esto sea y aunque sea imprescindible, con estar sólo en gracia de Dios; debemos favorecer, en fidelidad a la gracia divina, la mayor pureza del corazón. Esta espiral virtuosa la favorece la Eucaristía. La comunión favorece la caridad, la cual nos separa del pecado, nos da poder para extinguir las afecciones desordenadas y, en positivo, nos une más y más, como sarmientos, a la vid, que es Jesucristo.