El Greco: Adoración del Nombre de Jesús
El Domingo posterior a la Octava de Navidad aparece ligado a la veneración del Dulce Nombre de Jesús, fiesta extendida a la Iglesia universal por el papa Inocencio XIII en 1721; la suprimió la reforma litúrgica de 1969 y fue tímidamente restaurada hace poco en forma de memoria libre que este año no se celebrará por coincidir con el Domingo. Lamentable oscurecimiento propiciado por los arbitristas litúrgicos de la devoción a un nombre ante el cual, en palabras de San Pablo (Flp 2, 10), se ha de doblar toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el infierno («en el abismo», traducen pudorosamente los leccionarios reformados empleando, una vez más, un término ambiguo para no espantar el blando oído de los fieles posconciliares).
Para los antiguos el nombre tenía una profunda razón de ser; solía ser el mismo del padre traspasado al hijo, en ocasiones hacía alusión a alguna cualidad espiritual o física del recién nacido. En la historia sagrada, el nombre está vinculado a la misión y por eso Dios puede cambiar el nombre de aquellos a quienes escoge.
El Nombre de Jesús etimológicamente significa «Yavé salva» y le fue impuesto por voluntad expresa de Dios como se manifiesta en el anuncio del ángel a San José y a la Virgen: «Le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará al pueblo de los pecados» (Mt 1,20) - «Concebirás y darás a luz un hijo al que pondrás por nombre Jesús» (Lc 1,31).
En el texto que antes hemos citado, San Pablo expone el significado teológico, trascendental del Nombre de Jesús de un modo conciso pero sumamente expresivo: «Se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le ensalzó, y le dio un nombre que es sobre todo nombre: para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los Cielos, en la tierra y en los infiernos. Y toda lengua confiese que el señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre» (Flp 2, 811).
Por tanto, no es la pura materialidad del nombre de Jesús lo que la Iglesia propone a nuestra consideración y nos invita adorar, sino el significado que se esconde detrás del nombre y que no es otro que la consideración de Jesús como Salvador, como Mediador y como Víctima. El sacrificio expiatorio es el fin y hasta la consecuencia de la Encarnación. Jesús está destinado a ser víctima y desde la Circuncisión empieza ya a derramar unas gotas de sangre redentora, sangre que brotará hasta la muerte el día de la Crucifixión. «¡Cuánto te costó ser Jesús!» (San Bernardo).
«Fuera de Él no hay que buscar la salvación en ningún otro. Pues no se ha dado a los hombres otro Nombre debajo del cielo por el cual debamos salvarnos» (Hch 4,12). Con razón canta el himno litúrgico: