Con frecuencia, la experiencia de un cristiano de hoy en el mundo en que vivimos es la de alguien que está acosado. Te bombardean por doquier, tanto dentro como fuera de la familia. Te sientes interpelado para dar justificación a pecados reales o supuestos que la Iglesia ha cometido en sus dos mil años de historia. Además, te piden razones por las que la Iglesia mantiene esta o aquella ley moral, en contra de la presión ambiental. Y, por último, te hacen a ti, como creyente en Dios, responsable no sólo de los cataclismos naturales sino de aquellas desgracias que tienen su origen en la maldad del hombre. Ante esto, el cristiano tiende a encogerse, a rehuir el debate y, al final, a vivir su fe de una forma oculta, por miedo a la tormenta que se desata a su alrededor si la confiesa.
Pero tendríamos que hacer caso a los que nos han precedido, a los que vivieron en la época del martirio y fueron ellos mismos mártires. Por ejemplo, a San Ignacio de Antioquía, que fue martirizado en Roma y que no dudó en decir que, ante la persecución, no hacen falta discursos brillantes sino grandeza de alma. Y esto significa que, en este contexto hostil en el que vivimos, lo que tenemos que hacer es estar dispuestos a aceptar la humillación, la crítica o el desprecio. Todo antes que ocultar nuestra fe. Por lo demás, tampoco pasa nada por reconocer que no tenemos respuestas a todas las preguntas que nos hacen, o defender a la Iglesia como ha hecho Juan Pablo II: admitiendo que cometió errores, pero que tiene en su haber muchísimos más aciertos que fallos y que de éstos no suele hablar nadie.
Dios ofrece misericordia y el hombre la rechaza y lo que pide es tolerancia; la misericordia, incluso, le ofende, pues implica concepto de pecado y por lo tanto arrepentimiento y petición de perdón; la tolerancia, en cambio, no entra en el fondo moral de las cosas sino que reclama vía libre para hacer lo que cada uno quiera, siempre que no se salten las leyes civiles, las cuales, por cierto, son modificadas continuamente por los Parlamentos para hacerlas cada vez más permisivas. Es el problema del relativismo, la "dictadura del relativismo" como la llamó Benedicto XVI, pues la ideología relativista se convierte en dictadura cuando persigue, de una forma o de otra, a todos los que la rechazan, a los que consideran que la realidad existe, que los comportamientos son buenos o malos por sí mismos y no por lo que cada uno quiera decidir acerca de ellos. ¿Qué hacer en medio de esta dictadura? ¿Cómo ser cristianos, fieles al Crucificado, en este contexto? Ante todo, como hicieron los mártires, tener el corazón lleno de amor y no tener miedo a dar la cara por Cristo; a la vez, no dejarnos llevar por el odio a nuestros enemigos y tratar a todos con amor, aunque no se lo merezcan; por último, formarnos lo mejor posible para que, además del valor de nuestro testimonio, exista el valor de nuestros argumentos.