Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre (Hb 13,8).
Cada uno de nosotros somos el mismo a lo largo del tiempo, aunque, por los cambios, no seamos lo mismo. A esto no hace excepción Cristo. El evangelio de S. Lucas es claro al respecto. Jesús cambia a lo largo del tiempo.
El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba (Lc 2,40; cf. 2,52).
Sin embargo, hay algo en Jesús, además de su identidad personal, que no cambia y que, en cambio, en nosotros sí. Él no cometió pecado (cf. 1Pe 2,22) y, dicho en positivo, el cumplió siempre la voluntad del Padre, siempre es fiel a sí mismo (cf. 2Tim 2,13). El ser siempre el mismo tiene, por tanto, en Jesucristo, una profundidad incomparablemente mayor que en cualquiera de nosotros.

En la comunión, recibimos al que siempre es el mismo, el fundamento inconmovible sobre el que cimentar la vida y que nos da su solidez. Recibimos al mismo que estuvo en el seno de María, el mismo que nació en Belén, que caminó con los apóstoles por aquellas tierras, que predicó la Buena Nueva, que curó a los enfermos y endemoniados, que murió y resucitó. El mismo que está entronizado a la derecha del Padre y volverá en gloria a juzgar a vivos y muertos. Y al recibirlo a Él entramos en comunión con todos sus misterios.

Y el que es siempre el mismo, que no puede negarse a sí, tampoco puede ser cambiado ni manipulado. Por ello, recibirlo a Él es comulgar con la identidad del cristianismo, porque ella  no está en nuestras invenciones, sino que está en Cristo.