“El que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos.” (Mc 10, 42-45)
Probablemente sea el instinto humano, deformado por el pecado original, el que nos lleva a pensar que el grande es el que manda y que el que sirve es inferior, es, de alguna manera, un pobre desgraciado. Por eso, porque el instinto está herido por el pecado, es por lo que huimos del servicio y procuramos ser servidos.
Cristo, conocedor del alma humana, quiere salir al paso de esa desviación. Lo hace de dos maneras, con el ejemplo y con su enseñanza. Una y otra vez, y no sólo en aquella última cena en la que lavó los pies a los apóstoles, dio muestras de su actitud de servicio. En esta ocasión, tal y como cuenta el evangelista Marcos, lo quiso enseñar explícitamente, hablando de sí mismo (“el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir”) y diciendo a sus seguidores que ellos debían imitarle y hacer lo mismo. Se tratará, pues, de llevar a la práctica lo que el Maestro hizo y enseñó, pues ninguno es tan grande como Él y por lo tanto ninguno tiene que abajarse tanto y humillarse tanto como hizo Él. Se trata de servir y de hacerlo con alegría, sin quejarse, sabiendo que así se imita al Señor y se le ama en los hermanos. Claro que ese servicio debe ser inteligente, sin que se preste a abusos o pueda ser empleado para maleducar. Pero dentro de estos márgenes, lo que hay que hacer es teorizar menos sobre el servicio y servir más. Por amor a Cristo, con la ayuda de Cristo y como hizo María, la esclava del Señor.