En ocasiones lees algo que te hace pensar pero que crees distante, algo del pasado, interesante pero alejado de nuestro día a día. Luego te enteras de algo y, de repente, ves la conexión y actualidad del asunto.
Es lo que me acaba de suceder con un texto de Dwight Longenecker en el que aborda la cuestión de la belleza o fealdad de algunas iglesias. Longenecker se une a un debate sobre quién construyó las bellas iglesias que nos legaron nuestros antepasados. Y reconoce que la responsabilidad recae principalmente en el pueblo cristiano: “Invariablemente eran los laicos devotos los que querían una iglesia hermosa”. Eso no quiere decir que el clero no estuviera también encantado, pero sí que el impulso principal para construir las bellas iglesias y catedrales del pasado venía de la gente sencilla.
Continúa Longenecker:
“Además, cuando se estudia la historia de la Iglesia y la historia de la arquitectura católica, surge algo interesante: en la era moderna, cuando se pregunta a los laicos qué tipo de iglesias quieren, invariable e instintivamente piden algo tradicional, bello y trascendente.
Los modernos y brutales diseños de iglesias son impuestos a la gente por liturgiólogos movidos por la ideología, sacerdotes modernistas que ignoran los principios de la liturgia y la tradición, o arquitectos egocéntricos que quieren crear una impresionante declaración modernista en la que puedan estampar su firma.
¿Quién construyó la execrable catedral de Clifton en Inglaterra? Apuesto a que no los laicos. ¿Quién diseñó y se entusiasmó con el aparcamiento de hormigón que es la nueva catedral de Los Ángeles? Apuesto a que no fueron los laicos. ¿Quién diseñó y construyó las innumerables iglesias suburbanas estadounidenses de los años 60 y 70 que parecen un ovni que acaba de aterrizar o se asemejan a una pizzería desgastada? Por lo general, un sacerdote sin estudios en tradición, arquitectura, arte o liturgia, pero que tenía algunas ideas extravagantes aprendidas en el seminario sobre la Misa considerada como una feliz comida donde todo el pueblo de Dios se reúne alrededor de una mesa de picnic tomados de la mano y cantando”.
Estaba pensando en esto cuando leí la noticia de que el arzobispo de París ha pedido a Macron que ponga vitrales modernos en la Catedral de Notre Dame, a lo que Macron, obviamente, ha respondido rápidamente en sentido positivo. La redactora del artículo, Hélène de Lauzun, escribe que “la principal amenaza de desfiguración de Notre Dame de París no procede del Estado francés, sino de las iniciativas de la diócesis”. Me pregunto si han consultado a los sufridos feligreses, ahora que estamos en tiempos tan sinodales.
Pues eso, que Longenecker lo ha clavado.